Cables cruzados




Armando Acosta  (01-06-2003)

A los 18 años entré en la universidad a estudiar matemáticas puras, pero mi sueño de toda la vida era estudiar ingeniería electrónica; sólo que mis notas del preuniversitario no me alcanzaban para tanto. Algo es algo, me dije entonces. Todo eso ocurrió hace muchos años; ahora tengo 42 y estoy ayudando a unos ingenieros americanos a tirar 150 metros de cable coaxial que van desde una inmensa antena parabólica que han instalado en el area de estacionamiento, hasta el edificio de Telefutura que está del otro lado cruzando la calle; es una tarea que no se resuelve con ecuaciones sino con unos buenos brazos: cada coaxial mide una pulgada de diámetro y son cuatro los que hay que pasar a la vez por una tubería subterranea de seis pulgadas de grosor. Los cables vienen en carretes de madera que parados me dan al pecho; solamente halar los cables desde esos cuatro rollos es como para entrenar a un boxeador.

Mis estudios de matemáticas no tienen nada que ver con Telefutura, que es una cadena de televisión hispana con base en Miami, ni tampoco con mi futuro, pues ellos ocurrieron en el pasado remoto y además nunca llegaron a cristalizar. En esos tiempos yo vivia en La Habana, mi cuidad natal, pero en realidad andaba bastante desorientado mentalmente: me creía genio, me rebelaba ante una sociedad que no comprendía y terminé no comprendiendo las matemáticas, por lo que suspendí el primer semestre; ese fue el fin de mi vida puramente estudiantil y la primera gran frustración de mi vida. Tenía 18 años.

De la frustración fui a parar a una psicóloga que no me enseñó matemáticas ni mucho menos electrónica, de ahi comencé a trabajar como ayudante de almacén primero, como ayudante de mecánico después y finalmente me llamó el servicio militar. Pero como nada en mi vida parece tener continuidad, tampoco cumplí los tres años reglamentarios sino solo diez meses a causa de mi asma crónica; retorné pues a la vida civil y fue entonces que comencé a trabajar en la industria de cine como técnico ayudante de electrónica, al mismo tiempo que comenzaba a estudiar sistemas de radio en un instituto tecnológico de nivel medio. Mi verdadera carrera comenzaba a perfilarse, aunque un poco tarde.

De modo que estos cables coaxiales que pesan como si fueran de hierro no me son tan ajenos. Al pie de la antena, en el piso, hay un registro, o sea, una especie de cloaca cilíndrica donde cabe un hombre de pie. Los tubos de seis pulgadas van de registro a registro, por debajo de la tierra; el otro registro está como a veinte metros y del otro lado de la calle, al pie del edificio, hay un tercero. Los cables han de pasarse por tramos, uniendo dos registros cada vez, pero hay que pasar el cable completo, como si a un gigante le hubiera dado por coser la tierra con cables coaxiales.

Desafortunadamente lo del gigante es una metáfora, los cables pesan y hay que halarlos a fuerza de brazos. Un hombre permanece junto a los rollos, halando, otro se mete en el primer registro... hay que decir que este está lleno de agua de lluvia hasta los tobillos, de modo que el hombre tiene que usar botas de goma; un tercer hombre permanece fuera del hoyo guiando los cables para que no se enreden, mientras el pobre que está dentro los empuja para que entren por la tubería. En el otro registro hay dos hombres más, uno dentro halando el cable que sale procedente del primer registro, y otro afuera recibiéndolo, guiándolo en su salida y halándolo también... es una tarea complicada, aunque no tanto como una buena ecuación diferencial en un exame final de Cálculo.

Ya tenía 21 años cuando ingresé en el instituto tecnológico; había pasado toda mi enseñanza media regular, un semestre de universidad, diez meses de servicio militar, algunos meses de vida laboral, había dado suficientes tumbos como para ganar un poco de madurez, solo un poco, al menos lo suficiente para poder terminar mis dos años en el instituto y graduarme como técnico en sistemas de radio: al menos la mitad de mi sueño se había cumplido. En el trabajo me iba bien, me realizaba profesionalmente porque podía resolver problemas técnicos de la vida real; entonces decidí terminar lo que había empezado y matriculé nuevamente en la universidad, pero esta vez en el curso nocturno y en la carrera que yo había deseado durante toda mi vida. Tenía 30 años de edad cuando me gradué por fin como ingeniero en telecomunicaciones.

En el instituto de cine, donde yo trabajaba, me esperaba una plaza en asuntos de proyectos, pero yo aspiraba a mucho más, me veia caminando de prisa por una instalación inmensa, una planta atómica, un acelerador de partículas, tal vez la NASA, me imaginaba resolviendo problemas verdaderamente trascendentales, o diseñando equipos para la gran industria, tal vez la propia industria de cine, pero la vida no me dio esa oportunidad; en su lugar, me ofreció un viaje a Colombia como ingeniero de sonido de un grupo musical, tuve que escoger entre mi futuro profesional y mi futuro existencial, y me decidí por este último.

Pasar los cables del primer registro al segundo no fue tan difícil, a mí me tocó al lado de los cuatro carretes, halando como un buey; mientras halaba veía los cables fluir como la corriente de un rio hacia el mar. Pensé en los remeros de una antigua galera, no sé por qué esta asociación de cosas tan distantes en el tiempo. El cable que salía mediría más de cien metros al final de la jornada, por lo que alguien se ocupó de irlo acomodando en el suelo cubriendo una gran extensión del estacionamiento con tal de que no llegaran a enredarse. Pero era mi vida la que se enredaba en aquel primer viaje al extrangero, un viaje que aún no sabía sin regreso.

En realidad no sé por qué me llamaban "ingeniero de sonido". No hacía falta estudiar cuatro cálculos, circuitos, electrotecnia, microprocesadores, sistemas de radio, diseño de antenas y teoría del campo electromagnético para terminar subiendo y bajando atenuadores en una consola de audio. Mi trabajo era en cambio muy apreciado, tenía que garantizar que el grupo sonara bien; participaba en el montaje del equipo de sonido, calibraba los cross-overs y los ecualizadores gráficos, hacía pruebas, cuidaba de que el sonido de referencia que escuchan los músico fuera de su agrado... Después tenía que ir a la consola y asegurar que todo tuviera el balance adecuado y que sonara bien... Durante el show, tenía que cuidar de todo como si yo estuviera tocando todos los instrumentos a la vez y además cantara... es un trabajo realmente estúpido, jamás tuve que sacar una cuenta ni utilizar un osciloscopio, me sentía profundamente frustrado, pero al menos estaba fuera de aquella sociedad nociva que nunca pude comprender, y de la que estaba eventualmente huyendo. Dos años más tarde estaba aterrizando en el aeropuerto de Miami donde me esperaban ansiosos mis tias, mis primas y mis primos; ellos también habían escapado de Cuba... treinta años atrás.

En Estados Unidos nadie es ingeniero hasta que algún empleador no se lo cree; y como por lo regular los empleadores son americanos y por tanto hablan inglés, nadie pudo creer que yo era ingeniero hasta que no aprendí a decirlo en inglés... esto me tomó algún tiempo.

Mientras, eché mi carrera a un lado asi como mis sueños y me puse a cargar cajas en el almacén de una tienda de ropas. Es curioso, suponía que emigrar a los Estados Unidos representaría un paso de avance pero en la práctica sentía que mi vida había dados muchos pasos hacia atrás.

Los cables yacían en el vasto suelo dibujando un lazo grande: la mitad, saliendo del registro hacia atrás, dando una vuelta después y obligando a la otra mitad a extenderse por el mismo camino pero hacia adelante. El americano tomó la punta y la ató a una cinta guia que corre por dentro del segundo tramo de tubería subterranea, esa que une el segundo registro con el otro que está del otro lado de la calle. Esta vez me tocó guiar los cables al pie del hoyo mientras el americano que estaba dentro con el agua a los tobillos, los empujaba hacia la tubería. Este segundo pase es mucho más delicado que el primero pues ahora los cables no salen organizadamente de unos rollos, sino de ese lazo que se irá cerrando cada vez más hasta desaparecer eventualmente. El peligro está en que se enrede en el útimo momento y esto es sumamente grave.

En efecto, esos cables no son nada vulgares, por el contrario, son muy costosos. Haciéndole un corte transversal, uno puede darse cuenta de cómo están construidos: en el centro hay una tubería de cobre como de un cuarto de pulgada de diametro, muy parecida a las que usan los sistemas de frenos de los automóviles. Después viene un aislante de teflón y en la parte más exterior, otra tubería de cobre concéntrica con la primera. Más afuera está la cubierta de caucho que es lo que uno ve normalmente. Lo que se transmite por ese cable no es meramente "electricidad" sino una señal de unos 900 MHz procedente de la antena. Cualquier abolladura, nudo, lazo cerrado o torcedura, representaría una pérdida apreciable en el nivel de señal, algo sencillamente inaceptable y que por tanto hay que evitar a toda costa.

No sé por qué me costó tanto trabajo comprender que la ingeniería electrónica consiste básicamente en lidiar con cables. Aún cuando cargaba cajas en la tienda de ropa seguía soñando con diseñar equipos automatizados para aceleradores de partículas. Tenía ya 37 años cuando comenzaron a aparecer otras oportunidades, como la tecnología de computadoras personales, las redes informáticas y finalmente la programación. Mi vida cambió radicalmente, había decidido no volver a tocar un cable en el resto de mi existencia; en su lugar tenía una computadora en mi oficina y en ella conformaba objetos absolutamente intangibles. La industria del software es realmente fascinante, los programas se fabrican con igual rigor que cualquier otro producto industrial, pero cuando vas para el trabajo no tienes que cargar con ninguna maleta de herramientas, solo cargas con tu cerebro que es lo único que necesitas para fabricar mundos virtuales.

Fue entonces cuando compré mi casa, mi carro del año, muchos libros, revistas, películas... hasta que un buen día mi departamento cayó en desgracia y junto con él los veinte programadores que trabajábamos en él. Quedamos despedidos.

El lazo se cerraba, la jornada tocaba a su fin, entonces sucedió. Los últimos pies de cable se amontonaban en un nudo horrible, el americano se ponía las manos en la cabeza y repetía "My god, my god!".

El jefe de la cuadrilla, otro americano, vino corriendo y después de dos o tres blasfemias anglas o sajonas, optó por refinar su lenguaje y dijo: "This is very bad". Entonces se metió dentro del hoyo y lleno de paciencia se dispuso a dar lo mejor de sí para enmendar aquel desastre.

Yo contemplaba los gruesos y pesados cables que parecían aberrarse en todas direcciones, como jugando al caos, y en ellos reconocía a mi propia vida. ¿Cual es la dirección correcta?

"It was my fault" - Dije en alta voz.

El americano jefe alzó la cabeza y de seguro advirtió mi frustración.

"Don't feel bad" - Me dijo - It happens, it happens all the time..."


                                                

Miami / USAmail@armandoacosta.comInicio