Hacia la paz




Alma Pellerito  (07-06-2004)

Con la serenidad de la tarde, cuando el verano y el azul de las jacarandas suelen hablarse de amor, el diablo es visto paseando por el pueblo. Serían al filo de las cinco cuando llegó, sintiéndose él mismo apacible como buey.

Vistiendo de gris oscuro, corbata negra, cara oval, rubio y alto como el sol, pasea por la plaza principal. Su caminar rítmico, de brillante charol, pisa las flores azules caídas en el adoquín. Siente la resonancia de gorriones y quiere meterse en el hogar, el taller, o la herrería y charlar como cualquier vecino, pero la gente no lo deja. Desconfían y le buscan instintivamente senderos al camino. Los perros son cola entre las patas, y las mujeres atisban tras las ventanas atraídas por el silencio. Mientras las campanas de la iglesia llaman a rosario, se detiene frente al mendigo más mendigo que la vida ha tiznado al estallar. Ni la misera puede enarbolar porque además de ciego, carece de piernas. Como no tiene silla de ruedas, se arrastra sobre el suelo.

De ese envoltorio de trapos con olor a podredumbre salió un lamento: -Tengo hambre. Una caridad por amor de Dios.

El diablo palideció. Un dolor desconocido le muerde el alma, por un momento le anida en el pecho, y después de disolverse en agua y sal, anegados los ojos, le dice:

- Pobre pasión esa que invocas. Mi amor es más grande; yo te daré la mejor de las caridades.

Con determinación, dando un paso hacia delante, el diablo coloca ambas manos en el cuello del mendigo, y apretando, apretando hasta desorbitarle los ojos, lo libera al sentirlo exánime.

El pordiosero se dobló despacio, poco a poco hacia el frente. Con tristeza... Como si a pesar de todo no tuviese prisa.


                                                

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