YOU KNOW MY NAME




Eduardo del Llano  (11-07-2006)

  En febrero, en la Feria del Libro, salió mi primera novela. Mereció dos reseñas, una en El Caimán Barbudo de mayo-junio, otra en La Gaceta de julio-agosto. La primera era cautelosa; la segunda, francamente críptica. Copio un ilustrativo extracto:

  “Nosotros los impotentes es, pues, génesis y epifanía. El continuum discursivo fluye sin tropiezos y discurre del hechizo inicial al rápido asombro, y, al cierre de la eterna aventura de leer, a la fruitiva revelación de númenes esenciales. Nicanor O´Donnell dispone a lo largo y ancho del texto, no los precarios ingredientes del aliño ad usum, sino rica médula fundacional, cebo gustoso para hermenéuticas desprejuiciadas. Se trata de un compromiso y una ruptura, un ejercicio narrativo de hermosos vuelos semánticos que invita a la complicidad con el estro emergente, y a la espera de su próximo advenimiento...”.

  Hasta donde pude entender, el crítico hablaba bien de la novela. Para tratarse del primer libro de un autor desconocido, la cosa prometía. Entusiasmado, me consagré a la redacción simultánea de un volumen de relatos y una solicitud de ingreso a la Unión de Escritores. Así estaban las cosas en octubre, cuando recibí la citación. Un papelito reptó bajo mi puerta, instándome a comparecer a la mañana siguiente en cierta dependencia del Ministerio de Cultura.

  A las diez de la mañana dije mi nombre a una secretaria de tetas imposibles, y me dispuse a encajar un par de horas de antesala. No fue así: treinta segundos más tarde la muchacha abrió una puerta y dijo que los compañeros me esperaban. Entré. Los compañeros eran dos individuos que se me acercaron simultáneamente, con las manos extendidas. Para no agraviar a ninguno, estreché ambas manos a la vez.

-       Nicanor O´Donnell –dijo uno de los hombres, paladeando extrañamente las sílabas- el autor de Nosotros los impotentes... Mucho gusto. Yo soy Segura. El es Rodríguez.

  Me brindaron café. Mientras bebía, me miraban con tanta fijeza que llegue a sentirme incómodo.

-       ¿Hay algún problema?

-       No... ¿Por qué lo pregunta?

-       Nunca me han llamado para nada bueno.

  Lo dije en tono desenvuelto, pero no se rieron. Rodríguez puso sobre la mesa, a mi alcance, un documento negruzco. Le eché una ojeada. Era una fotocopia de mi certificación de nacimiento.

-       Nicanor O´Donell, sin segundo nombre, nacido en octubre de 1962, hijo de y de. Revíselo. ¿Está todo bien?

-       Claro que está bien. Pero no entiendo... ¿Es algún trámite para ingresar a la Unión de Escritores?

-       En cierto modo -repuso Segura- oiga, ¿nunca ha pensado en cambiarse de nombre? ¿O en utilizar un seudónimo? Hay algunos muy bonitos. La historia de la literatura está llena de autores que firmaron con nombre falso. Marx Twain, Rubén Darío, George Sand...

-       George Sand era una tortillera que se acostaba con Chopin –precisé-y miren, si no me explican...

  Rodríguez asintió, y sacó de su portafolios un ejemplar de mi novela, que colocó sobre la fotocopia, y después varios documentos más, con los que hizo otro túmulo mucho más grandes. Examiné el nuevo grupo, y tuve un escalofrío. Allí había artículos de prensa, novelas, guiones de cine en diversos idiomas... todos firmados por Nicanor O´Donnell.

-       Yo no he escrito esto -balbuceé.

-       Ya lo sabemos -dijo Rodríguez- estos textos han sido firmados con seudónimo por autores cuya enumeración le sorprendería. Y el nom de plume escogido es, en todos los casos, Nicanor O´Donnell... ¿Qué conclusión saca de este hecho?

-       Que tendrán que buscarse otro seudónimo –aventuré lealmente.

-       No. Más bien, que usted tendrá que agenciarse otro nombre.

  Considerando mi estupefacción, Segura tomó la iniciativa.

-       Hace algunos años... en fin, la fecha no importa, un Congreso mundial de sus colegas decidió que todos esos trabajos sucios que comporta el ramo y alguien tiene que hacer, entiéndase guiones de telenovelas y malas películas, gacetilla periodística, textos publicitarios, informes de eventos... bueno, que ya era bastante injusto que un escritor de prestigio tuviera que perder tiempo redactando esas basuras, para que encima las firmara. Optaron por establecer un escudo universal para tales menesteres: un apelativo improbable, una conjunción de nombre y apellidos que no debía haberse producido en la historia de la humanidad. Supongo que adivina cuál fue.

-       Claro. Es muy reconfortable saber que uno no debería existir.

-       Oh, puede existir, sólo debe llamarse de otra forma. En efecto, el Congreso aprobó Nicanor O´Donnell como seudónimo universal para encubrir el autor verdadero de los bodrios conscientes. Y así quedó registrado. El Pen Club de Londres es depositario de los derechos. De esa manera, el mundo empezó a llenarse de obras de Nicanor O´Donnell.

-       Yo no había visto ninguna hasta ahora.

-       La verdad es que aquí no publicamos ni exhibimos muchos de esos productos -dijo Segura, no sin orgullo- velamos porque nuestro público no se contamine. Por cada mal libro a que accede el consumidor nacional, hay diez peores que se rechazan. Por cada película infame, cincuenta que desdeñamos. Y esas, casi todas, llevan su firma. Se lo digo yo, que tengo video.

-       ¿Y por qué esperaron hasta ahora? ¿No se dieron cuenta cuando presenté la novela a la editorial?

-       No hubo delegado cubano en el Congreso –admitió Rodríguez- y nos enteramos hace poco del asunto. De todas maneras, los funcionarios de la editorial que publicaron su libro ya fueron sancionados.

-       Aún así, no veo cuál es el problema.

-       Que su novela es buena, eso es lo que pasa. A nosotros, personalmente, nos gustó mucho. Y se ha vendido bastante. Algún turista que la compró debió pasar la alerta, porque ayer recibimos una queja y un ultimátum. No puede haber nuevos libros de calidad firmados por Nicanor O´Donnell, o será presentada una demanda contra la Unión de Escritores. Una demanda de varios millones que la Unión de Escritores no puede pagar.

-       Claro que no hay que llegar tan lejos –dijo Segura– usted se cambia el nombre o escoge un seudónimo para su próximo libro, y ya.

-       ¿Y si no quiero?

  Segura miró a Rodríguez, y sonrió.

  ¿Qué hay que trascendente en el nombre individual? Habida cuenta de que se trata de una convención, una ringla de sonidos sin la menor correspondencia efectiva con el sujeto denominado, ¿por qué nos aferramos a él como a un asidero en el abismo? ¿Lo cambia algo a uno llamarse de esta u otra forma?.

  Creo que sí. Ya Oscar Wilde explicó la importancia de llamarse Ernesto, pero lo hizo sólo para restarle cuantía a nombres menos eufónicos. Ahora bien, he conocido tipos que se llaman Eleuterio, Cipriano o Idelgrades que desestimarían cualquier sugerencia de reemplazo que los llevara a prescindir de esos fonemas abominables.

  ¿Ejemplos del determinismo antedicho? Están a mano. Un progenitor orgulloso da al vástago su propio nombre, o el de un grande a emular. Después de la Segunda Guerra Mundial y hasta hoy, los padres alemanes han evitado llamar Adolfo a sus hijos. O lo han hecho aposta, si son fascistas de entraña. Y es un hecho científicamente comprobado que las dos terceras partes de los maricones se llaman Roberto.

  No usamos un nombre: somos un nombre. No es casual que en los cuerpos armados, donde se supone que el individuo se anule o poco menos y sólo la multitud cuente, las personas se conozcan por el mero apellido. Mayor Bolaños, sargento Estrada, recluta Montero. (O general Grant, mariscal Zhúkov, soldado Cambronne). Y aún así, la historia recuerda a los ilustres. Ni el más duro ejército consigue despojar al hombre de su yo silábico, aunque le escamotee algunas queridas porciones.

  Y los seudónimos, generalmente, se escogen no tanto para ocultar el nombre como para tener dos. El autor siempre goza por anticipado el instante de la anagnórisis.

  Yo soy Nicanor O´Donnell. Así me han visto mis familiares y mis amantes. Con esa arboladura sígnica en caracteres azules visualicé la portada de mi primer libro cuando aún no había empezado a escribirlo. Azules, repito. Las palabras tienen color, y los meses, y los días. Y, por supuesto, los nombres. ¿Cómo puedo resignarme a ser verde o púrpura yo, un Nicanor azul?

  Cuando salí de la oficina, la secretaria me dedicó una sonrisa.

-       Su libro es muy bueno –dijo, con lo que sus tetas pasaron a ser posibles.

  Yo había pedido a Rodríguez y Segura tres días para pensarlo. En realidad no deseaba pensar nada, pero me pareció prudente concederle un buen chance a mi cobardía. Los dos compañeros tenían preparada incluso una lista de nombres alternativos, y dejaron entrever que, asumiendo cualquiera de ellos, mi integración a la membresía de la Unión de Escritores iba a ser cuestión de horas. En caso contrario...

  Los verdaderos alcances del caso contrario no era capaz de preverlos aún. Transcurrió el plazo, y me presenté en el Ministerio.

-       Hola -dijo la secretaria- me llamo Ana.

-       Yo soy Nicanor -aseveré con firmeza- dígale a esos que Nicanor quiere verlos.

  Me miró poco convencida, si bien con simpatía.

-       Los busca el compañero del otro día -voceó, e inmediatamente me concedieron audiencia. Al pasar a su altura, Ana me tiró un besito y suspiró con sus tetas probables.

  En la oficina, además de Rodríguez y Segura, había un tipo calvo y anodino. Segura se encargó de las presentaciones.

-       Este era Nicanor -dijo, y en ese instante comprendí que ellos tampoco habían creído seriamente que yo necesitara el plazo- acá el compañero... este...

-       Piñero -enunció el calvo- soy abogado del Ministerio. Me encargaré de agilizar el papeleo.

  Tomé asiento y examiné mentalmente el discurso que traía preparado. Me brindaron ron. Bebí, y descubrí que de pronto se me había olvidado el principio.

-       Entonces -dijo Rodríguez– ya lo ha pensado... Cuando el chamaco mío iba a nacer, mi mujer y yo estuvimos dándole vueltas al nombre, y no fue fácil. Acabamos llamándolo Ernesto.

-       Nicanor –dije.

-       No, Ernesto.

-       Quiero decir que seguiré llamándome Nicanor O´Donnell. No hay cambio que valga.

  Hubo un silencio. El abogado carraspeó. Segura hizo chasquear los nudillos.

-¿Hemos oído bien? –preguntó Rodríguez.

  Asentí vigorosamente y empecé a rascarme los testículos en abierto desafío.

-       Pues yo creo que no –se pronunció Segura- no tiene idea de lo que puede ocurrirle si se niega. Explíquele usted... este ...

-       Piñero –dijo el calvo- mire, en primer lugar, no podrá volver a publicar en este país. O en ningún otro. Quizás consiga que alguna prensa sensacionalista extranjera o una editorial barata se interese, pero en cuanto las demandas les caigan encima dejarán de interesarse, se lo aseguro. Tampoco le permitiremos usar su nombre en procedimientos oficiales, lo que significa que desde su libreta de abastecimiento hasta su Carnet de Identidad perderán validez, y no volverán a tenerla mientras persista en llamarse Nicanor. Ninguna empresa lo contratará, si un amigo le envía dinero no lo recibirá. Usted será Nicanor sólo para su conciencia. Cada uno de los puntos expresados será revocado sólo cuando se avenga a razones.

  Tres grandes sonrisas triunfales me rodearon, mientras yo me preguntaba si algo así le habría ocurrido al viejo Berkeley.

-       Supongamos -dije- que el puñetero Congreso escogiera Lezama o Carpentier como seudónimo, ¿ustedes les habrían exigido lo mismo a ellos?

-       Sí –dijo Segura.

-       No –dijo Rodríguez- ellos tenían un nombre. ¿No es cierto... este..?

-       Piñero –dijo Piñero.

  Al salir, le toqué las tetas a Ana.

  Las primeras semanas fueron muy difíciles.

  Bueno, lo peor no fue quedarme sin dinero. En mi círculo de amigos, y sospecho que algo más allá, desafiar una prohibición estúpida –y todas las prohibiciones lo son, los estudiantes franceses lo tenían claro en el lejano 68- había devenido un atractivo pasatiempo. Yo no era ilegal en mí mismo, sólo si emprendía cualquier tipo de actividad social. Renuncié, pues, a la actividad social. Quemé la libreta de abastecimientos y el Carnet de Identidad, y me encerré en casa a escribir. No estaba seguro de por qué escribía. Solidarios conocidos me traían alimentos y papel, leían mis cuentos y me instaban a resistir.

  Lo peor no fue tampoco que me cortaran la luz, el agua, el teléfono. Hace un siglo la gente no tenía esos servicios. Cociné con leña, obtuve agua con los vecinos, utilicé sus cables. Mi barrio de cualquier modo, sufría desde siempre dilatados cortes de todas esas cosas.

  Lo peor no fue, ni mucho menos, que a los ojos de la policía yo resultara un vago punible. El jefe de sector, Lorenzo Columbié, era un fanático de mi novela y optó por haberse de la vista gorda.

  Lo peor fue que retiraron mi novela de las librerías. El Pen Club había advertido sólo contra mis próximas obras, pero las autoridades locales cortaron por lo sano y retiraron también Nosotros los impotentes. Ya se habían vendido bastantes ejemplares, pero eso no me consolaba; era duro ver que la cultura institucional me pasaba por alto. El resultado a largo plazo de esta política fue que mi novela devino un mito underground, y un ejemplar llegó a valer cincuenta dólares o mil pesos en el mercado negro.

  Eso sí fue un alivio y una venganza.

  Dos o tres días a la semana, Ana venía a mi casa y me hacía depositarlo de sus tetas. Según ella, también de su corazón, pero el usufructo de dicho órgano no me importaba tanto. No por machismo, o no principalmente, sino porque la regla no escrita de la relación era que en su trabajo no podían saber lo nuestro. Ella se protegía, así que el amor que me confesaba era parcial, mientras sus tetas no lo eran. Podría decirse cualquier cosa de sus tetas, menos eso.

  Al segundo mes comenzaron los atentados.

  Un día tiraron un ladrillo contra la puerta. Después otro, y otro. Los empleé en construir un murito protector frente a la casa.

  En otra ocasión, mientras paseaba solo por el barrio, un grupo de desconocidos gritó que yo era el villano de la telenovela y me fueron encima para lincharme. Escapé a la carrera. Sin embargo, puedo jurar haber visto al menos a dos de los provocadores, mucho tiempo antes, en talleres literarios.

  El nuevo atentado ocurrió una mañana en que de pronto hubo agua a raudales por todas las canillas. Acopié varios galones, y la herví con leña. No lo hice del todo bien, supongo. Cogí amebas.

-       Mientras vivas, eres una amenaza potencial –me dijo Ana una tarde; no hacíamos el amor de noche, por el calor y la oscuridad- ¿cómo puedes vivir con eso?

-       No sé –admití con absoluta sinceridad.

-       Haz algo. Cambiar de nombre no, de acuerdo. Escribe un libro malo, y fírmalo.

-       No puedo escribir un libro malo sólo porque me lo proponga. Se requiere cierto talento para hacerlo, o el mundo estaría lleno de Corines Tellado.

-¿Y no lo está?

-       Hay epígonos, pero ella fue el genio. Por otra parte, aunque consiguiera escribir un libro así, las editoriales están tan prejuiciadas conmigo que siempre le encontrarían algo de valor. Lo harían para no comprometerse, pero algo de cierto habría en eso. La calidad literaria es relativa, sabes. Alguien debería inventar una tinta que oliera mal cuando el texto es malo. Imparcialmente. Así sabríamos.

  Ana me acarició con dulzura. A la mañana siguiente me dejó.

  A cada rato me visita gente: admiradores, inadaptados para quienes soy un ídolo viviente, curiosos y provocadores. He aprendido a lidiar con todos. Me ayudan a pasar el tiempo, a no echar de menos a Ana.

  Anoche tuve una visita especial.

  Tocaron a la puerta. Yo escribía a la luz de una antorcha. Por alguna razón, los golpes me sonaron extranjeros. Resignado, fui a abrir.

  Eran Milan Kundera, Tom Sharpe, Steven Spielberg, Nanni Moretti y Ray Bradbury.

-       Cojan cualquier silla –indiqué, en mi inglés disléxico- voy a encender otra antorcha.

-       Estamos de incógnito –dijo Spielberg– y lo curioso es que no nos pusimos de acuerdo. Queríamos verte.

  Kundera había traído un té de duraznos. Bebimos en silencio.

-       ¿Cómo te va?

-       Se vive –repuse tontamente- a cada rato tengo dudas, crisis. Rodríguez y Segura me mandan mensajes para saber si he cambiado de idea. Terminé mi segundo libro. Creo que es bueno. Aquí está.

  Les extendí el ejemplar único, con un gigantesco Nicanor O´Donnell tatuado en la primera página. Tom Sharpe se puso a leerlo.

-       No vayas a ceder –advirtió Bradbury- eres nuestra única esperanza, por Marte.

-       Pensé que ustedes... en fin, los grandes... necesitaban mi nombre para firmar cosas malas.

-       Oh, un nombre como escudo venía bien. No era preciso que fuera el tuyo. Ya sabes, en cuanto la creación se institucionaliza, todo se nos va de las manos. Incluso a nosotros. El próximo Congreso será el año entrante. Veremos qué podemos hacer. Hasta entonces, estamos entrampados por los abogados, los funcionarios.

-       Resiste -dijo Morretti.

  Seguimos bebiendo té. Hablamos de nuestros próximos proyectos.

-       Uno nunca sabe si una obra será buena o mala –dijo Spielberg- es fácil cuando son basuras por encargo. Pero a veces pones el corazón en una película, y la crítica la aplasta, y el público se va con otro. En esos momentos, lo único que nos salva es el nombre. Repetir: yo soy Spielberg.

  Se despidieron a las cuatro de la mañana.

-       El libro es bastante bueno –comentó Sharpe al devolverme el original- hay algunos cuentos flojos... Pero se nota que es el mismo tipo que escribió Nosotros los impotentes. Buen título, por cierto.

-       No te rindas –repitió Moretti.

  Hace diez minutos me llamó Segura a casa de los vecinos. Le dije, como otras veces, que no he cambiado de opinión. De regreso a casa, un atado contentivo de los diez tomos de las Obras Completas de Lezama se estrelló a mi lado. Ni siquiera levanté la vista para ver de dónde había caído. ¿Para qué? Con todas las amenazas, aún soy Nicanor O´Donnell.

  El único.

8 de octubre de 1998.


                                                

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