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Armando Acosta  (04-04-2009)

Las revoluciones son traumas en la vida de las naciones. Pero la nación es otra cosa, una más genuina y perdurable.

A Francia, por ejemplo, no la define su revolución de 1789; ni a España, su fracasada república de 1868. Cuando decimos Francia, pensamos en Carlomagno o en la Torre Eiffel. Cuando decimos España, pensamos en el Cid, en Cervantes, o en una copa de buen vino al son de la encendida guitarra flamenca.

A Cuba tampoco la define Fidel Casto; a una nación se le puede devastar, pero no reinventar. Cuando Castro llegó a La Habana, ya los cubanos bailaban el son y cantaban la Guantanamera; la yuca con mojo era su plato predilecto y la mulata achinada con cinturita de avispa paraba el tráfico, admirada por turistas y nacionales, lo mismo que ahora.

Hay demasiada historia antes de 1959. Demasiada música, demasiadas costumbres y tradiciones, refranes, dicharachos, preferencias; hay demasiada personalidad en la nación cubana para que una revolución —cualquier que sea— pueda borrarla y reinventarla como se rescribe una fórmula en una pizarra de acrílico.

Demasiada Cuba, hay, dentro de cada cubano —el de antes y el de después. Cuando me paseo por los cielos de La Habana, vía Google Earth, no puedo dudarlo. Aquellos que secuestraron mi Habana, no vivirán lo suficiente para ver cómo mis hijos, o mis nietos, la recuperan... intactos.


                                                

Miami / USAmail@armandoacosta.comInicio