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He creado este espacio para compartirlo con familiares y amigos, aunque no descarto la posibilidad de que otros visitantes se encuntren a gusto y lo puedan disfrutar tambien...

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Ideas


Y encima del sofá... un televisor

¿Realmente merece el televisor ese papel protagónico que solemos darle?


¿Un flat panel sobre mi buró?

¿Y por qué no... "debajo" del buró?


Impresiones expontáneas de España

Advertencia al lector

No puedo negar que las fronteras de este mundo tantas veces han sido trazadas hasta borrarse. En cuanto se ha ensanchado la perspectiva humana, el mundo ha estado encogiéndose hasta hacer posible mi temporada en España. De hecho que para el tráfico de ideas, la distancia no es más que un espejismo, comprobado en el hecho que al pulsar una tecla, envío este relato.




Christopher Li  (10-08-2003)

Una mirada hacia el cielo me indica el tornear del segundo mes. He de recordar cuánto quise irme del lugar donde me convertí en un ser humano. Las cosas más bien se conocen a la distancia, cuando no se pueden tocar. El humo y el rumor de un público enojado de un partido de fútbol en la tele no me permiten conseguir la reflexión adecuada. Alzo los ojos hacia el mesonero que discute con un cliente una jugada que ha provocado una polémica ligera y me doy cuenta que sí existen algunas leyes universales.

        Eran las nueve de la mañana cuando me encontraba en camino hacia el lugar donde iba a asistir mis clases por esta temporada, el Instituto Internacional. Qué nombre más ambicioso, generoso y ostentoso le han puesto a mi querida escuela temporal. Goza de varios programas de estudios en el extranjero, todos desgraciadamente provienen de los EE.UU., y todavía esboza la cualidad de internacional, sin merecerlo. El inglés rompe el aire cuando llego tarde, solamente unos veinte minutos después de haber comenzado la primera función donde se reúnen todos los estudiantes de mi universidad, el contingente más voluminoso (y malcriado) del Instituto. Entro en el salón mientras que habla la directora del programa en un inglés americano in-titubeante antes de cambiar a un español aun más donado de maestría y confianza. Al hallar un asiento libre, me acomodo, respirando fatigadamente y saludo unas amigas que estuvieron en el mismo vuelo que yo el día anterior. Un poco desconcertado y aburrido paso la hora escuchando a la rubia de inglés perfecto y castellano Españolizado, arrogante y más perfecto, acertado que todavía no he llegado a España.

       Una tarde de enero, después de pasar seis días asistiendo a conferencias y charlas, a mi parecer inútiles (salvo las visitas a los museos), creadas para familiarizarnos a una ciudad dinámica, corazón de un país que siempre ha existido (diferente a nuestras colonias americanas), con mi cámara a cuestas, salí al día para descubrir la esencia de Madrid. Sin tempestades, no pudiera haber sido un peor día para tocarme el entusiasmo. Aunque las fotos no me salieron horrorosas, se caracterizaron por un exceso o falta de luz, algún descuido de composición, y sobre todo una banalidad que me desanimaba decir: “Mira, mami. Mira lo que hice solito”. A pesar de la desilusión de esta primera semana, poco a poco, España se me entregaba y yo me iba sometiendo a los tres platos de la siesta, la caquita de perro por todos lados, los trabajadores de limpieza con sus trajes de verde centelleante, las viejas sofisticadas, los músicos en el metro, los mendigos religiosos de la plaza mayor, la tecnología empleada más lógicamente que en los EE.UU. ¡Qué ignorante he sido yo en mi rincón del espacio mundial! Aquí viviré. Me mudaré a Madrid. Voy a ser rey de este mundo... Pero si ya me he mudado. Estoy aquí, sólo falta tener residencia en esta tierra, conocer amistades y fabricar dentro de mí (si aún no existe) un corazón madrileño.

       Entonces me encuentro con el primer obstáculo delicioso: las clases, los estudios. La novela latinoamericana contemporánea, las obras de Velásquez, Cien Años de Soledad, el cine de Luis Buñuel. Cada día otra cosa, otra obra maestra para leer o contemplar, el mundo entregado a mí a través de las letras y bellas artes, la Cultura y el esfuerzo que pongo para comprenderlo todo, que, desde luego, desde hace mucho tiempo nunca ha sido, nunca será más desafío que tarea deleitosa. España entonces es mi cancha de deporte intelectual, donde por vez primera juego al Tiempo en Cien Años... (en inglés) y Pedro Páramo (en mexicano), donde un artista con oficio de profesor me balbucea los secretos de Las Meninas (aunque una cabal lección consiste en mirar la obra en silencio), donde la religiosidad de El Greco remata el misticismo de San Juan de la Cruz en mi primer trabajo escrito. En dos meses he gozado de comentar y desarmar las más intrincadas y sutiles máquinas de pensamiento, experiencia que me ha llevado a preguntar a menudo si he vivido, si me he perdido el tiempo en Madrid. Nunca el tiempo es perdido me había contado un chino en mi niñez. Casi cada noche en el apartamento, leyendo y releyendo, sino escribiendo y soñando (echando de menos) a mi enamorada italiana en Firenze. Casi cada tarde, al terminarme las clases, me dirijo a la biblioteca o la librería para conseguir otro libro que me hace falta, sea para clase o por gusto propio. Varias veces resultó que había comprado un libro porque me costaría encontrarlo en los EE.UU. En los fines de semana, mis compañeros me preguntan si voy a salir a festejar o bailar o tomar, a “vacilar”. “No,” les digo y vuelvo al ensueño de la cultura aprendida, adquirida, recogida como un mueble desperdiciado. ¿Qué me pudiera estar perdiendo en las discotecas y bares llenos de tipos que en Nueva York y Miami nunca me apetecía conocer? El deseo de tener los ojos amarrados a un libro me condenó a una soledad u otredad, alimentada por figurarme el único que había viajado tan lejos para aprovechar la oportunidad, no existente en los EE.UU., de recibir una formación auténtica en lengua española.

       Y a pesar de entregarme al estudio como ningún otro estudiante norteamericano de nivel sub-graduado en el extranjero en la historia, he viajado, aprovechando por razones financieras las excursiones académicas que habían planificado el programa. En los viajes especialmente es dónde he intentado desarrollarme en el arte de la fotografía con ninguna formación, menos los consejos de mi tío de no gastar las películas y de tomar fotos de gente tanto como lugares.

       En Segovia los matices del acueducto romano resaltan con el brillo que provoca la puesta del sol. Desde el Alcazar, el paisaje de Castilla luce más acalorado que lo es, como si un horno yaciente lo encendía desde el subsuelo. Mi cámara se enamora de las gitanas en la plaza mayor que regatean a gestos primitivos, señalando con los dedos el producto y su precio, mientras que te convencen (seducen) al cliente con los ojos. Si te descuidas, y dejas que te encuentren cerca de la mesa donde se exhiben las prendas, no temen perseguirte, advirtiendo lo barato que son, que los compre para ayudar a una pobre gitana. Y por poco te llevas una bufanda feísima por compasión. Pues fuerte es la compasión. Pero no rindes porque al darte cuenta de las tácticas, no llegas a sentir lástima, aunque la lástima les serviría a las gitanas. Desde muy joven son entrenadas.

       En Granada tres generaciones de gitanas se pueden encontrar frente a la catedral, ofreciendo ramitas de olivo para justificar la limosna. Te agarran el brazo si no las esquivas y, según dicen algunos, si no te desprendes, puede venir un crío con sus dedillos para robar lo que llevas en los bolsillos norteamericanos. “No. He dicho que no, señora. Que no quiero nada de ti,” le digo con una firmeza más allá de mis veinte años y pelo largo. “Malnacido” me grita la gitana vieja antes de soltar un balón de saliva espesa sobre el suelo que acabo de pisar. ¿Yo malnacido? Yo no soy el que nació gitana. Parece que con los años se acumula esa agresión porque con las más jóvenes bastan dos o tres “No” y te dejan tranquilo.

Antes de ver la catedral, había visitado el palacio musulmán, La Alhambra. Al lado de la taquilla a la entrada de la propiedad se había grabado un fragmento de un poema de Borges que anuncia el fin de la tiranía y el sacrificio que exigió obtenerlo. Mientras que lo leía alejado del grupo esperando entrar y con el inglés molestando el aire andaluz, un viejo granadino se me acercó y se puso a hablar conmigo. Creo que me había preguntado de dónde soy, pues es lo que le había contestado. Pero de nuestra conversación nada recuerdo porque tuve que pedirle que repitiera cada frase, sin entenderlo la segunda y tercera vez que se dirigía hacia mí repitiendo los mismos sonidos indescifrables. Me extrañó no haberse enojado por mi falta de comprensión.

La arquitectura musulmana (creo yo) es mucho más pintoresca que la cristiana. Los diseños geométricos, las fuentes y los reflejos que producen las piscinas sobre las paredes cuando hay bastante sol (me informan que siempre basta sol en Granada) me comunican una grandeza silenciosamente. A pesar de andar entre docenas de turistas siento el ámbito noble y nostálgico, muy diferente al de las catedrales y palacios que se imponen sobre mí. Los susurros me dicen que este lugar ha sido deshonrado y que éstos visitantes no lo redimen. No le importa volver a la época del Califato de Córdoba pero tampoco quiere ser un punto de interés de importancia histórica o antropológica. ¿Cuál de sus visitantes ha de entender el papel de los agujeros en los pilares? ¿Quién sabe lo que quieren decir los epígrafes de los sótanos? Si una de las estatuas de leones se decide animar y atacar a un turista, ¿saben los guardias el encanto adecuado para prevenirlo? Nadie en la actualidad conoce a su magia. Esto me lo han confiado sus recovecos, y los creo porque no engañan los susurros de La Alhambra.

Antes de regresar a Madrid, habíamos visitado un monasterio de una orden religiosa (ya se me ha olvidado el nombre del santo a quien se dedica y, por causa de eso, el nombre del monasterio) con fama de disciplina rigurosísima. Al ingresarse un individuo, se prohibía el hablar y pasaba la mayor parte del tiempo en su celda, rezando. Me han contado historias semejantes acerca de la vida en los monasterios, pero todavía temía imaginarla. Al ser uno de los últimos en salir, me encontré con una monja y le pedí tomarle la foto. Me dijo que no; que no le gustan las fotos y además, que se rompe la máquina al fotografiarla. De eso no hay que preocuparse le dije con alguna gracia (galantería mía), esbozando una sonrisa simpática que logró convencerla. Después de tomarle la foto, me pregunta si soy creyente. Por ocultar la verdad de una forma sutil, le advierto que por mucho tiempo he tenido mis dudas. Me dice que siempre hay que leer y descubrir las cosas, pero que llega un momento en que hay que solamente creer. Mis palabras aceptan el consejo pero mi faz tal vez insinúa lo contrario. El tema de nuestra discusión breve había surgido porque yo había dicho que jamás nos volvemos a ver, a que ella añadió que debemos buscarnos en el cielo. “Sí, claro, en el cielo,” dije. Y a pesar de no creer en el cielo, si algún día, por la gracia de Dios, si es que existe, me encuentro en el cielo, la buscaré.

En Granada escribí un poema que en Córdoba me lo había inspirado un hombre humilde de pelo largo, con su flauta estropeada produciendo notas imprecisas, con su mejor amigo un burro aburrido a su lado, con una música que se había oído mil veces (como la novena sinfonía). Me había alejado del grupo sin querer, hasta perderlos, y al andar por mi cuenta por las callejuelas, no preocupado por extraviarme, hallé unos ojos sonorosos reconociendo cadencias corrompidas. Luego me enteré que el grupo también había visto mi hombre humilde de pelo largo, pero nadie había oído esa melodía imprecisa desencadenándose en el aire, convirtiendo a un círculo vacío en una esfera interminable. En la calle Judíos, en un momento perdido, con ampollas negras sobre dedos ásperos, contra muros blancos hasta registrarse en el cielo (sino en el alma de un anciano), una música que se iba haciendo y haciendo...

En Extremadura han situado en la plaza mayor de Trujillo una estatua de uno de sus más famosos habitantes: el conquistador Francisco Pizarro. La fachada del Palacio de Pizarro, que también se encuentra en la plaza, recuerda la conquista de América con imágenes esculpidas en los capiteles de indios esclavizados con collares de cadenas. “Así es la historia,” dijo mi profesor colombiano de literatura latinoamericana. “Esa estatua de Pizarro la levantaron porque en un día mató a seis mil indios cuando entraron en Lima”. Incluso la estatua se elaboró en el s. XX, ni siquiera nuestra modernidad ilustrada es capaz de impedir el elogio a un asesino. Todavía la gloria de un Imperio con la cultura de opresión logra cegar los estudiosos y oscurecer la verdad. El rencor de mi desacuerdo se satisfizo con una foto que tomé de mi amigo Diego, un estudiante titulado de familia ecuatoriana, con el culo del caballo de Pizarro en el alto plano.

Esa noche experimenté mi primer botellón, en Cáceres, primero al lado de una iglesia, hasta que nos avisó una piadosa, que salía de un servicio, que venía la policía, y luego en una calle estrecha y oscura donde un grupo enorme de cacereños formaban un jaleo. Bebimos vino tinto y comimos pan con un queso exquisito cuando nos dimos cuenta que nosotros también habíamos formado un jaleo. Luego la diversión se trasladó a las habitaciones del hotel donde por poco nos echan porque por poco estallamos un parrangón en las terrazas.

A pesar de ser el único estudiante de nivel sub-graduado, sin duda el más joven, pero evidentemente no el más juvenil, me llevé con los estudiantes titulados de lo más bien, muy distinto a tantas noches que había pasado con los de mi edad, siempre preocupado por ser auténtico y a veces molestado porque a pesar de hallarme tomado, todavía no disfrutaba de nada. Ya tomado, antes del jaleo, Diego se puso a elogiarme por la madurez e inteligencia que yo había exhibido en la clase de literatura cuando hice una presentación oral que hice acerca de Los Pasos Perdidos, la novela de Carpentier. Aunque sus observaciones tan positivas me hicieron sentir un poco incómodo, estaba contento por haberme encontrado con gente que no me creían extraño. En ese momento tuve que reprimir una confianza peligrosa que hervía dentro de mi, causada por esas palabras generosas; pero resultaba imposible ignorar lo que podía significar lo que decía mi compañero: que con este estudio obsesivo de las Humanidades puedo hacer algo de mi vida, se puede hacer algo de la vida. Recuerdo lo que me había dicho la monja, que llega un momento que hay que solamente creer, definiendo la fe por su esencia. Me parece que la fe no es más que una ilusión invencible, en que hay que creer para poder ganarle a la vida, o, mejor dicho, no ser atropellado por lo que te presenta. Esa ilusión de sacar el más dulce fruto de la educación, apoyada por una confianza producida y sostenida por las buenas notas, a veces peligrosa por ser excesiva, suele ser esa creencia casi invencible, en cierto sentido la fe a que me dedico y que me ciega.

Por el día de los enamorados traduje al inglés un poema de Neruda, el decimocuarto de Veinte Poemas..., y se lo envié por correo electrónico a mi enamorada como regalo. Me sentía orgulloso con la traducción porque hablaba de cosas malditas que me encantaban recrear en otro idioma, pues cuya práctica no era tan ajena a la propia experiencia descrita. Estando separado de ella por estos meses ha comprobado que el amor también es un asunto (casi un dilema) de fe.

Dentro de poco tiempo viene a visitarme. No sé dónde llevarla. Daremos un paseo por el Prado y el Reina Sofía, quizás si nos tocan días calurosos (sin duda serán calientes, pero digo, de sol y buen tiempo) observaremos la puesta del sol desde las Vistillas, nos tomaremos una copa y una tapa en la Corral de la Morería (pues no me llega la plata para un menú), nos montaremos en un tren que nos lleva hasta el cielo para presentarle la monja que me dijo todo lo que hace falta para gozar de la vida buena. Con toda honestidad, no sé qué hacer. Pero no cabe duda que lo haré.


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