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He creado este espacio para compartirlo con familiares y amigos, aunque no descarto la posibilidad de que otros visitantes se encuntren a gusto y lo puedan disfrutar tambien...

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Ideas


Y encima del sofá... un televisor

¿Realmente merece el televisor ese papel protagónico que solemos darle?


¿Un flat panel sobre mi buró?

¿Y por qué no... "debajo" del buró?


Una tierra llamada paraíso




Reinaldo Castillo Frau  (06-17-2004)

      Íbamos diez en la balsa, que se deshizo a pocas millas de la costa. Caridad y yo fuimos de los pocos que logramos tocar tierra, besarla, gritar, llorar... A long sleep. Fuimos noticia; un enjambre de periodistas nos acosó a preguntas, cegándonos con los flashes de las cámaras fotográficas. Después pasamos por todo el embrollo inmigratorio y nos aceptaron en esta tierra llamada Paraíso, Caridad sin saber ni jota de inglés y yo lo chapurreaba un poco. Ya Miami era un hervidero, como una vieja con maquillaje, y seguimos más al norte, hacia Nueva Jersey, a casa de una tía de Caridad, una mujer en el umbral de los cincuenta que llevaba muchos inviernos aquí y había perdido el color del trópico, la sandunga, hasta el olor a piña de las palabras. Hierática y álgida como un carámbano. Here we are!

       Todo parecía wonderful, pero unos meses después, la tía empezó con las insinuaciones, que si la carestía de la vida, los bajos salarios y otras miserias. Todo porque no habíamos podido encontrar un empleo estable. Entonces, me puse para la tía. We need love. Screw! Oh, my God! ¡Virgen todavía! Besé sus labios y despertaron de súbito. Sus pechos revivieron como olorosas manzanas. Mi lengua iba dejando un rastro de húmedas cicatrices. Su sexo despertó del letargo y brotó todo su aroma escondido. Sus gemidos y alaridos saltaron como zafiros y esmeraldas...

      Fue otra desde entonces. Lo deseaba day and day, y me decía: I need you. I want you.

      Caridad se ausentaba y llegaba con olor ajeno encima, casi ebria y mostrando un puñado de dólares. Yo disimulaba, me hacía el idiota. Ella quiso huir de esa vida; pero a veces no se puede escapar del destino. Él te da cordel, y un cabrón día te sorprende, y te dice: Baby, here I am! What now, my love? Y se te aferra for ever.

      Allá la crisis empezó a herir los estómagos, hasta la conciencia, y Caridad se metió en el meneo, tenía carisma y otras cosas: espigada, piel canela, pechos como mameyes, frondoso culo y una joya de veinticinco kilates entre las piernas. All honey! Están prohibidos muchos pecados, y, como Caridad era reincidente, la internaron en un centro de rehabilitación. Salió como a los seis meses. Por esa época fue que me tropecé con ella.

      Mi vida se resumía en tres palabras: bohemio, tahúr, pícaro; pero no un pícaro como esos personajes de la literatura española. Sería una historia muy dilatada, que tiene su génesis en el barrio Los Sitios, en el corazón de la Habana. Dicen que siempre se vuelve a la tierra de la infancia, aunque no sea la misma, aunque sólo habiten los recuerdos, la memoria... Allá quedó mamá, los amigos y un viejo amor que no se olvida, que se llama Isabel. A mamá le leen mis cartas, sus ojos se ha llenado de bruma, la engañan, me pintan como si fuera un marqués. Dicen que ella llora, que me dice falso, porque no la traigo a vivir a mi palacio. Pronto, Juana, pronto; su hijo está muy aturdido con los negocios, le dicen. Y mamá, que tiene la visión por dentro y la lengua como un látigo con cascabeles, respondió: Los miserables, cuando se vuelven ricos, son más miserables. Todo esto me lo cuenta Isabel en sus cartas, también con la esperanza de algún día encontrarnos en esta tierra llamada Paraíso. For old dreams...

  Entonces, el vuelo de Caridad. Alguien dijo: pertenecemos al viento y a la errancia. Un barcelonés le cantó, qué bonita es Barcelona, perla del Mediterráneo... Desde allá me envió una prolija carta explicándome que se trata de un hombre mayor, dueño de una próspera joyería, un Business man (en inglés en la carta). Que se casaba y que en ella no cabía eso, de que con la gloria se olvidan las memorias, y que para que conste aquí te va un anticipo. Se trataba de dos billetes de one hundred dollars. Me acordé de un bolero de Agustín Lara: Y aquel que de tus labios la miel quiera, que pague con diamantes tu pecado.

      Hay jevas duras, me consta, ¡durísimas! Pero la tía no aguantó el meneo sobre la cama every day. Llegaba tarde y exhausta del trabajo, se bañaba, comía frugalmente y caía como un monolito en la cama. La agredía sexualmente, pero ella en el último de los sueños. Yo llevaba tres meses sin trabajo. Las donaciones de Caridad continuaban, siempre con la estampa del melenudo y whiscoso presidente. Salía a caminar, me mezclaba entre la gente que iban y venían indiferentes, pétreos. Siempre me encaminaba al mismo parque a fumar cigarrillos tras cigarrillos y furtivos buches de whisky, a leer por enésima vez la última carta todavía con olor a Isabel. Por acá, la vida sigue igual, me escribe: el barrio es otro. Hay una tranquilidad pasmosa. A tu mamá cada día se le hace más de noche. Siente mi olor y empieza a nombrarte, y de la oscuridad de sus ojos sale un lagrimón como un diamante...

      Una mañana, después que la tía salió para el trabajo, lié mis bártulos, y bye, bye. Dando tumbos fui a parar a New York, al mismísimo Bronx, donde Caridad me dijo que visitara a un cubano de nombre Lázaro Bueno.

      No estaba en las zonas residenciales seguras y cuidadas, un poco al sur, donde niches on the corner singing and dancing to rap. Enseguida supe que era el lugar: fotos de afamados músicos y vistas de la Habana. Detrás de la barra de caoba bruñida, un negro me ofrecía su mano de ébano y una límpida sonrisa; desde su cuello, Santa Bárbara me hacía guiños de oro. Respiró profundo. Aún traes el olor a barrio habanero, dijo, y me ofreció una mesa.

      Después de mil comentarios sobre la isla y otros temas y unas cuantas cervezas, prometió ayudarme a pesar de la recesión económica causada por el desplome de las torres gemelas. Sin embargo, la gente acudía a la taberna, buscando en el alcohol y el humo endulzar los días tristes e insípidos. Me invitó a conocer a su familia. La mujer norteamericana, del Bronx, de unos cincuenta años, con la rabia afro en el culo y las tetas. Dos hijos: Lázaro y Virginia, todavía en los veinte abriles. Me ofrecieron una comida cubana: arroz, frijoles negros, bistec y papas fritas. De postre, mermelada de guayaba con una sonrisa de queso crema.

      Finalmente, decidió dejarme de barman. Me advirtió que aquello era el Bronx, que cualquier barrio de la Habana, el más marginal, se quedaba chiquito; que era una mezcla de italianos, franceses, judíos, turcos, latinos...; que lo mejor era ver, oír y callar, y, en ultima instancia, cerró su puño, esto, y si no queda más remedio, esto otro, y me mostró una escopeta recortada y un revólver de los llamados bulldog, niquelado.

      Me llevaba chévere con la gente. Le propuse a Lázaro preparar un trago de té helado, azúcar, limón, ron Havana Club y una ramita de hierbabuena. Un poco escéptico, me dijo: All rigth. Lo nombré, Tea Havana-Bronx. Un poeta latino, que frecuentaba la taberna a tejer versos, echó a volar las virtudes del trago. Ahora mis poemas tienen otra química, afirmaba. Y empezaron a reunirse allí gente de letra y solfa.

      Caridad llamaba esporádicamente por teléfono. Me olí algo entre ella y Lázaro; no a sexo, a algo afín, sanguíneo, familiar. Continué la correspondencia con la isla. Isabel todavía aferrada a su esperanza, y mamá, desde su bruma, ya no esperaba nada.

      No me explico cómo llegaban las cajas de ron Havana Club, de tabacos Cohíba, Partagás, Romeo y Julieta, genuinos, de la isla. Y qué hablaban con Lázaro aquellos visitantes que se encerraban en un cubículo encima de la taberna. Traían un olor fresco a Malecón, a Habana Vieja, a Víbora Park...

      Y ahora otra mujer en mi camino: Virginia. ¡Un bombón de chocolate! Nos habíamos cruzado ardientes miradas y yo le había soltado algunos piropos en español e inglés. Tenía novio, un niche bembón, cabeza de trompo, medio crazy, rapero de las esquinas, que me miraba medio atravesado y movía los labios masticando un rap de celos. Y una noche cálida de agosto, cuando cerraba la taberna, Virginia. Hello, honey!, le dije, y ella en un claro español: ¡No puedo más! Y en inglés: Fuck me! Buscó mi boca ausente de besos, de sexo, desde que dejé Nueva Orleáns. Un beso interminable, hondo, tragándonos frases y saliva, buscándonos las lenguas, el alma... Se echó sobre una mesa y le zafé el jeans. estaba húmeda, salina, como una ostra. Atrapé entre mis labios la perla... What a cunt! Ella gemía, jadeaba, gruñía... Ascendí por su pubis encrespado, por su terso vientre dejando una húmeda cicatriz hasta sus pechos inflamados, túrgidos, como enormes mameyes. Sus ojos brillaban como carbones encendidos. Entonces, la penetré. El grito llenó la taberna. Chocó contra las botellas, las copas y vasos en un concierto de cristal, hasta la mesa se quejó por su suerte, se le quebró una pata y caímos envueltos en sudor y leche. Ella reía, reía... Y yo: ¡Ay, Santa Bárbara!

      Volvieron otras noches similares. Ella me confesaba su amor: I need you. I want you. Y me abría la portañuela y empezaba con sus locuras. Hot, hot la negrita.. Y una de esas noches, esbozando una sonrisa, me soltó la bomba de que no tenía menstruación desde hacía tres meses. Don't fuck with me!, dije, y le expliqué las consecuencias que eso podía traernos. Se cagó en todo lo que le dije. I love you with all heart, dijo.

      Lázaro Bueno habituaba irse, excepto los sábados y los domingos que eran las noches más nutridas y fogosas, una o dos horas antes del cierre y corte de caja, tarea que me había confiado últimamente y que terminaba aproximadamente a las tres de la mañana. Extenuado y subía a mi habitación encima de la taberna, me duchaba, servía un trago y encendía un cigarrillo, y a pensar y a pensar, hasta quedar dormido.

      La noche que decidí huir, cogí todo el dinero recaudado del día, más mis ahorros y el revólver. Es terrible el Bronx by night. Le dejé una nota de despedida a Lázaro, disculpándome por la súbita huida a causa del romance con su hija, y agradeciéndole su hospitalidad. Salí y miré con cierta nostalgia la fachada de la taberna. ¡Mujeres! ¡Mujeres!, murmuré. Y me encaminé por la solitaria y gélida calle hacia el resplandor que todavía se asomaba entre los gigantes de hormigón.

      El carro frenó justo a mi lado. Un Mercedes negro, tan negro como el niche que descendió apuntándome con una escopeta recortada. I will kill you nasty white, dijo. Me estremecí, turbado. Why?, inquirí. El contestó: Don’t fuck with me! Sentí la tibia piel metálica del bulldog entre mis dedos y, en el preciso instante que la escopeta soltó los plomazos, me eché al suelo y el bulldog ladró dos veces y fue a clavar sus colmillos en el cuerpo del hombre, quien hizo unas piruetas como de rap y cayó todavía retorciéndose. Otro hombre salió del Mercedes disparando. Un plomo cruzó como una avispa furiosa próximo a mi cabeza. Me arrastré hacia el borde de la calle buscando el escudo de un carro estacionado. Una lluvia de vidrió se dispersó en todas direcciones. Una voz gritaba: Kill him! Kill him! Y yo escurriéndome, zigzagueando entre los carros y los tanques de basura. ¡De película!

      Llegué a The big apple, a la ciudad que no duerme, pero echados sobre unos portales, unos pobres diablos soltaban ronquidos. Otros, hasta mujeres, desafiaban el peligro y el frío, paseaban a sus perros a hacer pipi. Me senté en un banco del gran parque y advertí el contraste de los árboles al lado de la jungla de torres de hormigón y acero. Allí me sorprendió el amanecer mirando cómo se desnudaban los árboles, soltando sus hojas como si fueran mariposas amarillas, ocres, sepias. Pensaba qué nuevo camino coger en esta tierra llamada paraíso.

Reinaldo Castillo Frau -- Playa- 2004


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