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Y encima del sofá... un televisor

¿Realmente merece el televisor ese papel protagónico que solemos darle?


¿Un flat panel sobre mi buró?

¿Y por qué no... "debajo" del buró?


El siames




Reinaldo Castillo Frau  (07-02-2004)

       Nací con ese fenómeno. Sólo lo sabíamos abuela, mamá y yo. A los doce años se reveló el secreto, cuando me llevaron al hospital porque la cosa crecía y crecía. Turbadas no sabían cómo explicarle al médico, y entonces abuela, en unos de sus arranques, me abrió la portañuela. No recuerdo la impresión del galeno, supongo de aturdimiento, pasmo. Era un joven recién egresado y llegado de la capital de provincia. No supo qué hacer, y fue en busca de un viejo colega. Este ya venía advertido, sin embargo se llevó las manos a las sienes y vi lo ignoto en sus ojos dilatados a través de los espejuelos fondo de botella. Finalmente se puso a tocar, a hacer preguntas. Esperen aquí, dijo, y salió a discurrir con el otro. Parece que las enfermeras oliscaron algo y llegaron como inquietas palomas a mi alrededor. Uno no es de piedra, y no sé que tienen ellas en las manos, si terciopelo, seda...

--¡Qué morbosidad! –exclamó una.

      --¡Ay, no! –dijo otra.

--Es antiestético –afirmo otra.

--¡Es mágico! ¡Poético! –intervino otra.

Abuela se abrió paso.

--¡Al carajo! –gritó, en el justo instante en que algo se precipitó en mi interior, se bifurcó y brotó como dos estrellas fugaces que se derramaron en las manos de abuela y las enfermeras. Fue bárbaro, convulso, apocalíptico, que desordenó a las enfermeras, y volaron las cofias y se abrieron los escotes y se despertaron los pechos de nácar, de canela, de ébano... Nos hicimos un revoltijo, y abuela pataleando, blasfemando, ¿sáquenme de esta tortilla!, y yo de potro en potro sin bridas y sin estribos... De súbito, vi a mamá aproximarse con los puños cerrados y el ceño fruncido. Logró zafar a abuela. Estaba lastimada, desaliñada, los pechos flácidos al aire, con los pezones como fresas secas mirando las baldosas.

Cuando los médicos regresaron, las enfermeras se habían ordenado, parecían apacibles palomas. Los doctores, sin expresar juicios, me llevaron a la sala de rayos x. Después, miraban y miraban la placa radiológica y se cruzaban breves comentarios en esa jerga que uno trata de descifrar inútilmente.

--Si no me equivoco –dijo abuela--, hay que operar al chico, ¿eh

El hombre esbozó una sonrisa.

Esa noche, nos visitó una enfermera y, después de mil excusas por lo ocurrido, nos confesó que el diagnóstico de los médicos era falso, que furtiva oyó las opiniones, que no existía tal peligro, que todo era cuestión de estética y de ensayar cirugía

La noticia llamó a mil puertas. La gente se arremolinó alrededor de la casa. El alcalde, el jefe de la policía y el jefe de los bomberos se abrieron paso, escoltados por sus circunspectas esposas y un escribano del periódico del pueblo, armado de una arcaica Kodak. No faltó la imprescindible presencia del párroco Domingo, quien con los ojos del tamaño del cielo se persignó y empezó a salmodiar y a rociarme con agua bendita. Hasta la banda de música municipal se instaló allí a interpretar danzones, sones y boleros.

Como corrían tiempos muy duros, a mamá se le ocurrió cobrar la entrada. “Se mira y no se toca”, advertía abuela sentada de portera en un taburete. Pero habían obstinados en querer manosear, y entonces abuela, aunque fuera una turgencia, les ponía precio. Así se pudo encender el fogón todos los días, calcé zapatos de piel y pude ir a la escuela.

Mis amigos se fascinaban verme orinar. Otros curiosos asomaban los ojos por las rendijas del retrete y a veces los cegaba con disparos de pis. Me apodaban el cuadrúpedo, bicéfalo, el siamés. Hasta la adusta directora de la escuela y su corte de maestros quisieron mirar; la de biología se estrujaba las manos, el de matemática hacía cálculos mentales, la de gramática dibujaba una letra O con la boca, el mariposón de botánica le crecían las alas...

Recuerdo cuando el ciclón del treintitrés cruzó por el pueblo y fuimos a cobijarnos a la recia casa de tía Ángela. Casi toda la familia se reunió allí con sus perros, gatos, gallinas, jicoteas, hasta tío Eusebio trajo una puerca preñada que parió once puerquitos. Tía Ángela se puso las manos en la cabeza implorando a Dios y a la virgen. Y afuera el diluvio. Nos repartimos entre las camas, el sofá, las butacas y la mesa del comedor. Compartí una cama escoltado por tía Adelfa y dos primas, Teresa y Marta. Todo iluminado por las lúgubres luces de las velas. Mi cabeza estaba hundida en los cálidos y olorosos pechos de tía Adelfa. Teresa temblaba aferrada a mi espalda, sentía sus pechitos como dos retoños de claveles. Algo empezó a hurgar en mi portañuela, a ingresar lentamente. ¿Algún bicho?, pensé ¡Una mano! ¿De quién? El corazón de tía Adelfa estaba deprisa. Viuda por tres ocasiones espantó a los hombres. Dicen que la adelfa tiene el fruto venenoso. Entonces había cumplido los treintitrés años. Su piel parecía de marfil, los ojos de esmeraldas, las tetas frutales y pétreas, y unas nalgas cósmicas que inspiraban a los culófilos a proferir nobles y sórdidos piropos como, “El culo más hermosos que ojos humanos hayan visto”, “Mamacita, si te cojo...”, respectivamente. Sentí la doble sensación, el éxtasis de entrar por un cálido y húmedo umbral. El vientre de tía Adelfa se movía en ondulaciones sutiles y espasmódicas. En un arrebato freudiano busqué los pechos. Entonces a ella le entró el ciclón en el cuerpo, un torbellino de lluvia y de viento... Las primas se quejaron. ¡El ciclón! ¡El ciclón!, exclamaba tía Adelfa. Teresa se había enroscado ofidiamente. Sentí el vapor de su aliento en mi espalda, la lengua tatuándome flores, corazones y palabras, y su sexo quemándome las nalgas... Sentí como si la lluvia y el viento brotaran por un doble surtidor, intensamente, terriblemente fugaz, maravilloso...

Desperté. Abuela me tiraba de los dedos de los pies, anunciando que traía un caldo de gallina con malanga y calabaza. Tía Adelfa y las primas dormían plácidamente. Dudé y una mano corrió a mi entrepiernas. Respiré aliviado.

      La vida se tornó color miseria. Sin embargo, mi fama trascendía. Llegaron foráneos armados de cámaras fotográficas y de video. Algunos querían sexo y mostraban sus joyas y sus bolsos atiborrados de dineros. Eran damas ilustres y de abolengo, hasta mariposones volaron allende los mares. Pero abuela les cortó pronto las alas. “¡A rascarse el culo a otra parte!”, exclamó.

       A los diecinueve años, había tenido más mujeres que un sha y que un cacique, y probado los mil estilos y sabores del amor. Algunas me rozaron el corazón. A esa edad todavía era un idiota y hacía y deshacía las valijas para el viaje. Lo que sé de las mujeres lo he aprendido con ellas mismas, oyéndolas, amándolas, sufriéndolas, y todavía me resultan una incógnita.

      Y empezaron las dificultades. Aparecieron múltiples mujeres con niños de brazos y otras con los vientres inflamados; unas, reclamando paternidad; otras, indemnización o demanda judicial. Además, una corte de solteronas, viudas, beatas, damas de la moral y cívica haciendo cargos de corrupción e impudicia.

Una noche dividimos la fortuna salpicada de lágrimas, y abuela y mamá torcieron hacia Calabazar, donde unos parientes, y yo me aventuré hacia la capital. Entonces, estaba en el umbral de los treinta, cuando se dice que se deja de ser imbécil a cambio de empezar a envejecer.

      Llegué sin conocer a nadie, a una ciudad bella y mágica, al borde del mar, serpenteada por un malecón, una de sus maravillas, paraíso de enamorados, de escritores y artistas, de nómadas y tahúres... Allí, una noche azul, conocí a Julia, echada sobre el muro como una sirena fosforescente. También resultó ser una huida, y vagaba por la ciudad.

      --Soy de Baracoa, provincia de Oriente –dijo.

      --Por eso ese brillo especial de tu piel.

      --¿Eres poeta?

      --De músicos, poetas y locos todos tenemos un poco. Oriente es el brillo especial de las perlas.

      Así comenzó nuestro romance y mis temores; ella era muy joven todavía y quizás no estaba preparada para ciertas sorpresas y fenómenos de la vida, de la genética en mi caso. Yo la agredía a besos, a mordiscos, y ella se defendía como las madreperlas cuando un grano de arena penetra en su interior y empiezan a secretar el nácar que lo envuelve y esa reacción engendra una joya brillante y preciosa.

      Sus manos huyeron como si hubieran tocado una alimaña.

      --¿Qué tienes ahí? –inquirió.

      Entonces me abrí de palabras y de portañuela.

      --¡Oh, Dios! ¡Dos! –exclamó, y el brillo de su rostro fue más intenso.

      Finalmente, nos casamos e instalamos próximos al Malecón; las perlas necesitan la cercanía del mar. El primer pedido fue de dos; el segundo, de tres, y ahora el ginecólogo nos anuncia quíntuples...


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