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Ideas


Y encima del sofá... un televisor

¿Realmente merece el televisor ese papel protagónico que solemos darle?


¿Un flat panel sobre mi buró?

¿Y por qué no... "debajo" del buró?


Por el amor de una mujer




Reinaldo Castillo Frau  (07-02-2004)

      El turista cuestionaba el precio; el librero no transigía, le explicaba que se trataba de una edición de principio de siglo. Prendida al visitante, una chica piel ébano jugueteaba con las cuentas verdes y negras de su manilla. Pensaba en las remuneraciones que había recibido de este hombre blanco, viejo y culto, y cuando llegara al barrio y pusiera en las manos de su mulato los verdes billetes y su corazón.

      --Me interesa el libro –intervino una mujer de espejuelos oscuros y sombrero de sol, y ante la incertidumbre, añadió--: Sí, ese que le ofrece al señor.

      --Aún no he abdicado, signora --dijo el turista.

      --Me parece justo el precio –continuó la mujer.

      --Molto bene –dijo el hombre, y se dispuso a pagar.

      --Ofrezco más –dijo la mujer.

      Y se inició una puja entre los dos, mientras los ojos del librero brillaban por las cifras que iba alcanzando el libro. Finalmente triunfó la dama. El librero observó en su alrededor y le mostró al otro unos textos que escondía en un cofre.

      --Maraviglioso! –exclamó el visitante hojeando un Quijote editado en Madrid hacía casi dos siglos.

      El precio le resultó elevado. Enlazó a la chica por la cintura y

      --Arrivederci!

      El librero advirtió que la mujer manoseaba otros libros del anaquel. “Una bibliófila”, pensó, y le mostró los raros y antiquísimos ejemplares del cofre.

      --Créame, no sé de libros –dijo, y se descubrió los ojos y la cabeza.

      El librero la miró como desde una eternidad. La encontró linda, lánguida como una mujer de Moglidiani. La piel con el brillo que tienen las perlas. La oscura mirada que le hizo tanto daño. Sólo el tiempo se había empecinado en su pelo, que el viento movía como un oleaje de plata. “Ella me habrá examinado”, pensó. “Mis ojos trasnochados, los dientes descuidados, huesudo, el asomo de la vejez en la piel, y ahora en este oficio de vendedor de libros viejos.”

      No se atrevió a besarla. Aceptó la mano blanquísima, olorosa y ella esbozo de una sonrisa, la misma todavía, enigmática.

     --¿Cuánto tiempo? –inquirió ella.

      --Casi veinte –dijo él--, casi el olvido.

      --No; nunca se olvida –refutó la mujer.

      Él miró sobre los hombros de ella cómo empezaba a caer la tarde. Se puso a recoger los libros del anaquel y a colocarlos dentro de una caja de cartón. Eran de poco valor, una fachada, los valiosos estaban en el cofre, ocultos de los censores y de Patrimonio.

      --Casi fue un milagro encontrarte –continuó la mujer--. Quedan pocos conocidos. Di con Gilda en el directorio telefónico. No podía creer que le hablaba desde la propia isla. Me dijo dónde encontrarte.

      Él librero colocó la caja y el cofre sobre la parrilla de la bicicleta y los ató con un grueso cordel.

      --¿Dónde te hospedas? –se interesó él.

      --Hotel Deauville.

      --Te invito por el Malecón –propuso el librero, y ella accedió.

      Iban callados mientras la ciudad se llenaba de luciérnagas.

      “¡Qué estampa!”, pensó el librero. “Con mi triste figura, una dama de muy buen parecer y una desvencijada bicicleta cargada de libros viejos”.

      Tropezaron con disímiles vendedores. Ella se detuvo cuando vio al negro viejo y a la niña vendiendo cucuruchos de maní. La niña era mestiza, con un lunar en la frente y ojos de sueño. Pregonaba: “¡Maní! ¡Maní! Pruebe, caserita, mi maní. ¡Tostadito!” Esta última palabra tenía un registro más grave, como si hubiera salido de la boca del negro viejo. Compraron varios cucuruchos. Tropezaron con muchachas pintarrajeadas, de mínima blusa y saya, disparando sus dardos lujuriosos. Tropezaron con enamorados estrujándose de amor, con ociosos y nómadas, con esperanzados pescadores. Por esa época y a esa hora, la tarde va deprisa, es un derrame de oro, violeta, púrpura. El mar se torna añil, prusia.

      --¿Qué te ha parecido la ciudad? –inquirió el hombre.

      -- El centro triste y gris; sin embargo, la Habana Vieja me deslumbró.

      --¿Viste tus siete maravillas?

      --Sí; del Coney sólo queda la estoica y sempiterna entrada.

      Él sonrió. Sabía. Un día se habían confesado cuáles eran sus siete maravillas de la ciudad, y él la había incluido a ella. En las manos de la mujer apareció un paquete de Marlboro.

      --¿Me permites fumar?

      Él librero asintió e inquirió:

      --¿Y la gente? ¿Qué te parece la gente?

      --La gente es la imagen de la ciudad.

      --¿Y tu corazón? –continuó él.

      La mujer esbozó una sonrisa y, como estaban próximos al hotel, dijo:

      --Ahí está el Deauville.

      --¿Qué me dices de tu corazón? –insistió el hombre.

      Ella se detuvo y se arrimó al muro. Él le buscó las manos, olorosas, tibias, y las besó vehemente en el dorso, en el palmo que es como besar el corazón. Su boca continuó el largo camino de los brazos y se puso a beber en los pocitos de miel que salpicaban los hombros. Ella cerró los ojos, y sintió unos besos pequeñitos. Se abrió como una flor, y él le bebió el gemido en un árido y ansioso beso...

El librero fue precoz. Para la mujer fue divino, como una entrega reservada para ella, que todavía descendía tibia por sus muslos.

      --¿Nos vemos mañana?—dijo él.

      --Regreso al amanecer

      --¡Mañana! ¿Por qué este último instante?

      --Después de tanta ausencia, no me imaginé esto. Temía. Tus ideas. Aún me suenan aquellas últimas palabras tuyas: “Si te vas, es el olvido”.

      --Eran otros tiempos. Nadie olvidó.

      --¿Qué ha ocurrido? Ahora regreso y me envuelve esta melancolía. La gente habladora, quejosa. Escribir era tu pasión. ¿Cómo has podido resignarte?

      --No he dejado de escribir. La escasez limitó la producción editorial. Quedé excedente. Me ofrecieron una plaza de bibliotecario.

      --Y ahora de vendedor de libros viejos.

      --Los libros me persiguen, algo ancestral. Entonces me jubilé y busqué una plaza dónde poner mis anaqueles.

      Hizo una pausa. Ella abrazada a él oyéndole las palabras y el corazón.

      --Tengo una idea –continuó él--: organizar una feria internacional del libro viejo.

      --¿De libros viejos? –inquirió la mujer.

      --Sí. ¿Te imaginas? ¡Cuántos libreros con sus joyas y maravillas! Una feria aquí a o largo del Malecón, con ventas, subastas y un coloquio para analizar el futuro del libro, hasta le pondría un poco de salsa a la cosa.

      --Me choca esa salsa –dijo ella--. Me imagino una feria grave, solemne.

      --No es funeral del libro viejo. ¡Es su fiesta! Una de mis locuras.

      Hizo otra pausa. Ella encendió un cigarrillo. Él miró la noche y musitó una canción de Lecuona:

      Noche azul, ven otra vez

      a que me des tu luz

     mira que está mi corazón

     ansioso de amor...

     Él le besó los hombros; ella se estremeció y soltó el cigarrillo. Se

besaron largo y profundo.

     --Si se detuviera el tiempo –dijo ella—y se hiciera esta noche perpetua.

     --Para que no te vayas, para que nunca amanezca.

     --¿Te irías conmigo? –inquirió ella.

     --¿Irme? –dijo él, y se separó.

     --Sí, conmigo allá.

     --¿Hablas en serio?

     --Por supuesto.

     Él no contestó; se puso a golpear con los dedos los hierros de la bicicleta.

     --¡Dime! –continuó ella.

     Él continuó callado, ahora mirando hacia la ciudad. Se le hizo un remolino de voces antiguas, modernas y postmodernas: Por el amor de una mujer dejar las cosas que hacen tu vida: los amigos, la ciudad, los libros, el perro, la bicicleta, hasta tus enemigos... Entonces, quizás alguien te envíe una postal, para decirte que la vida sigue sin ti. La leerás todos los días, para saber que existes en el olvido, por el amor de una mujer.


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