Inicio
He creado este espacio para compartirlo con familiares y amigos, aunque no descarto la posibilidad de que otros visitantes se encuntren a gusto y lo puedan disfrutar tambien...

InicioMapa del sitioDescargasColaboradoresEnlacesAutor    
Buscar :

Ideas


Y encima del sofá... un televisor

¿Realmente merece el televisor ese papel protagónico que solemos darle?


¿Un flat panel sobre mi buró?

¿Y por qué no... "debajo" del buró?


Sacha

Me sentí culpable, ese sentimiento en que suele, la tristeza, enmascararse... Sacha representaba mucho para mí.




Armando Acosta  (03-17-2008)

A veces uno puede encontrar un parquímetro defectuoso, que es lo mismo que decir gratis, pero tiene que ser en esos que uno llama "días de suerte". Aquel —al menos hasta ese instante— no prometía ser el mío. Cuando llegué, ya no había espacio para ¡Qué digo yo aparcar! ¡Ni siquiera caminar se podía por aquel torrente de gente! Tuve, pues, que devolverme y aparcar mi auto unas diez calles más atrás.

Ya me disponía a depositar mis monedas en ese maldito aparato de cobrar impuestos, cuando vi a Sacha pasar, a toda prisa, por delante de mí. Y digo "Sacha", porque en ese instante no tuve dudas de que era ella.

Estaba cambiada. El pelo arreglado, la piel tersa y limpia, nada que ver con aquella guajira de Caimitos que había conocido y admirado en mis juventud. La seguí con la vista sin atinar a mover ni un músculo, hasta que ella se alejó y se adentró en la multitud.

        — ¡Idiota! — Me regañé, y sin perder más tiempo me lancé corriendo a su encuentro, pero ya Sacha había desaparecido.

No tuve más que reírme de mi propia idiotez. ¡Todo había ocurrido tan rápidamente! Y después de todo, no podía ser: Sacha había desaparecido en el mar, diez años atrás. Ocurre a menudo: vemos algo a medias y la imaginación se ocupa de reconstruir el resto. Así que, satisfecho el sentido común, continué con mis asuntos.

Caminé pues hacia el gentío, más bullicioso cuanto más próximo. La gente se apilaba para asegurar los puestos conquistados horas atrás; los vendedores de agua empinaban sus botellas plásticas al tiempo que indicaban el precio con los dedos. Una banda estudiantil desafinaba a sus anchas encima de una tarima mientras el sol hacía blanco fácil en la ardiente multitud. Los policías, entre tanto, se ocupaban de intrusos que a menudo cruzaban la calle, corriendo entre una barricada y la otra.

Jamás hubiera asistido a un evento tan estúpido de no ser por el antojo de Patricia: tener una foto del Cardenal tomada por su papá. Calculaba, pues, dónde posicionarme para hacer mi foto y largarme, y en esas estaba cuando, justo frente a mí pero del otro lado de la calle, vi a Sacha por segunda vez.

Ahora tuve más tiempo, porque ella estaba detenida y de frente. No volví a tener dudas: aquella muchacha esbelta de pelo rubio teñido y tez blanca como la leche acabada de ordeñar, era mi Sacha. Ni que verle los ojos tuve, sus ojos pardos como café tostado; los "cartiers" no pudieron camuflar la belleza de sus inmensos ojos.

Movía la cabeza de un lado a otro como para no perderse un detalle, mas no parecía disfrutarlos porque su sonrisa era neutra, nada que ver con aquella risotada exuberante que siempre la caracterizó. Yo no dejaba de mirarla, apenas podía creerlo, hasta que nuestras miradas se cruzaron, "cartiers" de por medio, y fue entonces que su sonrisa se apagó del todo. Lentamente llevó su mano izquierda a los espejuelos y con igual lentitud descubrió aquellos ojos a la luz del día. El pupilazo fue fulminante... pero breve: Sacha se devolvió bruscamente y desapareció entre la gente antes de que yo pudiera reaccionar.

        — ¡Sacha!

Miré a mi derecha, luego a mi izquierda: ni modo, imposible cruzar la calle. Resolví retroceder y tratar de dar la vuelta por algún lado con tal de alcanzar la acera opuesta, pero era imposible: todas las entre calles estaban bloqueadas. Hubiera querido tener alas para sobrevolar el gentío; entonces tuve una idea: "El auto. Si Sacha está huyendo, irá por su auto ¡que debe estar cerca de donde aparqué el mío!

Pero no, cuando llegué al lugar, comprobé que mi tesis era errada. "Es ella, sus ojos no mienten, pero ¿Por qué huye de mí?". Algo había sacado en claro de todo aquello: La desaparición de Sacha en el mar era una premisa falsa... ¡Porque en fantasmas, no creo!

Supuestamente fue en el año 1994, cuando la avalancha de "balseros" a las costas de Miami. Recibí un mensaje electrónico de un viejo amigo en Cuba de quien no había tenido noticias en años: "Sacha está de viaje", decía el mensaje, "Avísale a su primo".

Pero este primo —A quien yo, efectivamente, conocía— estaba viviendo en Tampa y había perdido todo contacto con él. Mas no me di por vencido. Pasé madrugadas enteras buscando, en la guía telefónica primero, en diferentes sitios de Internet después, hasta que pude dar, semanas más tarde, con su número de teléfono. Fue él mismo quien me dio la demoledora noticia: la balsa en que venía Sacha nunca llegó a tocar tierra.

Me sentí culpable, ese sentimiento en que suele, la tristeza, enmascararse... Sacha representaba mucho para mí. Había sido el amor platónico de mi pubertad; la novia, años más tarde, de mis tiempos de estudiante en la capital; luego, la obstinada tristeza tras su partida, y finalmente el recuerdo, siempre tierno, al que tuve que acostumbrarme a la postre, con el paso de los años.

Cuando volvimos a vernos, en La Habana, ya yo estaba casado con Ana. Ella estaba soltera pero no quiso irrespetar mi matrimonio. Fue una etapa corta, pero intensa, porque Sacha volvió a ser ese amor platónico de manos cogidas, miradas sostenidas y saltos en el estómago. Luego se fue a Rusia y nunca más supe de ella... hasta ahora.

La cámara jugaba entre mis manos, o yo con ella —qué más da—. El silencio de mis pensamientos volvió a llenarse de ruidos de muchedumbre, bandas y pregones, a lo lejos; y ahora se añadían sirenas de coches patrulleros. Me figuré que el desfile había comenzado.

        —Bueno —Me dije— A lo que vine.

Con paso lento, me encaminé de regreso al bullicio. En mi cabeza, mi plan fotográfico se combinaba con el de capturar a Sacha, en caso de que volviera a aparecer. Ya la gente saludaba a lo que debería ser el paso de la motorizada; pero como mi interés no estaba en el desfile sino en mi foto, comencé a buscar un lugar elevado no necesariamente en medio de aquel gentío en el que apenas había comenzado a adentrarme.

La comitiva estaba lejos todavía, así que tenía tiempo. Además, el coche del Cardenal no sería, seguramente, el primero en desfilar; delante iría la motorizada, luego los bomberos, tal vez seguiría el Alcalde en su convertible blanco y solo después vendría el Cardenal en su coche descapotado.

Me pregunté si la policía me prohibiría trepar a uno de los árboles que bordean la avenida... la sola idea de que estuviese prohibido me pareció fascinante, así que me dispuse de inmediato a localizar un árbol que fuese fácil de trepar y que no tuviera ningún policía cerca.

Caminé entre la gente, sin adentrarme demasiado, hasta que divisé uno que me pareció idóneo. Me fui acercando a él, lentamente, como un ladrón. Tuve que dar más de un empujón para poder llegar, pero una vez allí, comencé a calcular mi maniobra de ascenso.

Vi que un pequeño salto me bastaría para alcanzar la primera rama, cosa que no sería muy notoria dada la cantidad de gente que me rodeaba. Luego... ¿Cómo? ¿Es que alguien tuvo la misma idea que yo?

En efecto, alguien se había instalado ya, unas ramas más arriba. Aún oculto, como estaba, en el follaje, podía distinguir sus zapatillas y los bajos de su pantalón vaquero. Era una mujer, a todas luces. Tuve una corazonada...

Ya la motorizada pasaba, ruidosa, por delante de nosotros y la gente comenzaba a dar "vivas" al Cardenal. Yo solo fisgoneaba por entre las hojas a fin de confirmar mi sospecha. "Si no es ella", me decía, "no pierdo nada con hacerle compañía; pero si es... no le será fácil salir huyendo de allí".

No lo volví a pensar. Desfilaban los bomberos cuando di aquel salto preciso para alcanzar la primera rama. Me trepé tan ágil como un gato y una vez parado sobre ella, enfilé la mirada hacia mi compañera de aventuras. Ahora sí pude verla. Y ella a mí. Ambos quedamos mudos.

Fue solo un instante, pero el corazón pareció detenérseme. El estómago me dio un salto, la vista se me nubló. Sentí ganas de llorar. Era Sacha. Me miraba con los ojos bien abiertos, sus ojos grandes; no dejaba de mirarme. Su cuerpo permanecía oculto entre las hojas, a solo un metro de mi; sus pies, a la altura de mi cabeza.

El bullicio aumentó de pronto. "¡Viva el Cardenal!", comenzó a gritar la gente. Sacha estaba nerviosa. Miró a la avenida, luego a mí, luego a la avenida nuevamente.

        — ¡Sacha, soy yo! —Acerté a gritarle.

Pero en lugar de responderme, Sacha dirigió sus brazos bruscamente hacia mí. Solo entonces pude ver sus manos. Portaba un arma ¡Y me estaba apuntando!

        — Sacha —Dije con voz queda sin dejar de mirarla.

Entonces vino el estruendo. Cerré los ojos al tiempo que me asía con fuerzas a las ramas para no caerme. Nada tuvo sentido en aquel instante, ni en los que pocos que siguieron. Ni el alboroto de la gente —que seguramente se armó— alcanzó a procesarse en mi cerebro atolondrado. Cuando llegué a reaccionar, tenía a una reportera delante y otro sujeto me apuntaba con una cámara de televisión.

        — ¿Tenía usted conocimiento de que alguien intentaría asesinar al Cardenal?

A mis espaldas habría una decena de coches patrulleros, ambulancias, policías y agentes del FBI. Una cinta amarilla separaba a los curiosos del perímetro donde me encontraba, en medio de todo aquello.

        — ¿Asesinar a quién? —Atiné a preguntar.

La reportera respondió con otra pregunta:

        — ¿Es usted un agente encubierto del FBI?

Detrás del enjambre de agentes, divisé una ambulancia y unos paramédicos metiendo en ella a un cuerpo cubierto por una sábana.

        — Según testigos —Continuó la reportera— usted pronunció un nombre ruso, Sacha. ¿Es ese el nombre de la asesina?

Los paramédicos cerraron las puertas y los agentes comenzaron a despejar el área para que la ambulancia pudiera salir.

        — Señor —Insistió la reportera— ¿Es ese el nombre de la presunta asesina, Sacha?

        — No —Respondí—. Sacha está muerta... ya no volveré a dudarlo.

La ambulancia se alejó dando alaridos, alumbrando todo a su paso con luces rojas y amarillas.


  • Otros cuentos


  • Imprimir   Enviar a un amigo   
                                                    

    Miami / USAmail@armandoacosta.comInicio