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Ideas


Y encima del sofá... un televisor

¿Realmente merece el televisor ese papel protagónico que solemos darle?


¿Un flat panel sobre mi buró?

¿Y por qué no... "debajo" del buró?


Cagástrofe

Cuando sonó el teléfono, del otro lado de la puerta, yo estaba cagando. Ya sé que no es grato escuchar este tipo de historias pero así fue como sucedió y así es como lo cuento.




Armando Acosta  (07-09-2008)

Cuando sonó el teléfono, del otro lado de la puerta, yo estaba cagando. Ya sé que no es grato escuchar este tipo de historias pero así fue como sucedió y así es como lo cuento. Para mí tampoco es agradable cagar; por el contrario, es algo que hago porque así me lo ha impuesto la naturaleza pero gustarme, no me gusta.

Además, soy bastante susceptible con la calidad del papel higiénico.¡Cómo es que ponen el papel de lija en el baño! exclamé como suelo hacer en esos casos, pero ¿qué iba a hacer? Allí estaba, encerrado como un idiota, atrapado más bien, entre el papel, el retrete y el timbre del teléfono, que sonaba del otro lado de la puerta, como he dicho.

Un timbrazo --conté--, dos, tres ¿Será que se acaba el mundo si no alcanzo a responder? Y dicho esto, el timbre dejó de sonar.

¿Habrá sido ella?

La sola idea me paralizó por un par de minutos. Luego pensé que mejor pretexto no habría podido tener; no solo el mejor, sino además, y en verdad, el primero, porque nunca antes había dejado de responderle una llamada, a pesar de sus reclamos, sus insultos y sus chantajes sentimentales. Tampoco le colgué el teléfono --¡Nunca!-- por más encarnizadas que anduviesen nuestras broncas. Y no por delicadeza, lo confieso, sino por necesidad... necesidad de sentirla, aunque fuese desde su odio enfermizo de estos últimos meses.

No siempre fue así. Cuando la conocí, Martha era una mujer encantadora. Eso fue en noviembre del año antes pasado, pleno invierno. Recuerdo que llevaba un gorro ridículo, chillón, y una chaqueta de cuero negro que le hacía lucir más vieja. Mas por encima aquella ropa sobresalía una energía y un encanto, un brillo radiante que la desbordaba.

A decir verdad, nunca entendí por qué se fijó en mí: yo, un hombre tan "normal". Ella, en cambio, era fascinante, y tal vez por eso dudé tanto en engancharme. Martha no era la primera mujer "fascinante" que conocía y de todas ellas había tenido experiencias terribles.

Eso sí: Martha me gustó desde aquel primer día en que la conocí, desde el instante mismo en que me miró a los ojos y me dijo, picarona: "¿Me puedo sentar?". No estaba solo: charlaba yo con Julián, mi vecino, como todas las mañanas en aquel café de los bajos de mi edificio. Incluso fue él quien me la presentó una vez que ella se hubo sentado, pues se conocían desde antes. En fin, así fue como comenzó todo entre Martha y yo, así de simple y mundanamente.

A pesar de mis esfuerzos por no caer, Martha terminó convirtiéndose en el centro de mi existencia: La motivación, la referencia, el sentido de vivir, de convivir. Más que mi otra mitad, mi otro total, mi otro "yo". Plenitud, algo nuevo para mi. Eso duró bastante.

Un día regresamos a aquel lugar. Fue después de mucho tiempo, después de nuestras primeras vacaciones, después que nos mudáramos juntos; después, incluso, de mi ascenso en la empresa y de mi primer viaje al extranjero, aquellos cinco días en que la cuenta telefónica sobrepasó el precio del boleto y que a mi regreso encontrara las paredes de nuestro cuarto tapizadas con pétalos de rosas, regalo de aniversario. Sí, fue justo después del aniversario y fue mi idea la de celebrarlo en aquel café donde nos habíamos conocido.

Hacía frío. La calefacción estaba algo descompuesta pero ya nos habíamos tomado una botella de vino y yo servía su copa desde la segunda, recién descorchada. Eso hacía cuando Martha soltó lo que hasta entonces no había querido decirme:

       -- Estoy embarazada.

Yo terminé de servir su copa y procedí a servir la mía, pero no dije nada. Elevamos las copas y las hicimos chocar, pero no brindamos. Ni siquiera acerté a mirarla mientras bebía, pero ella siguió esperando mi respuesta y lo hizo pacientemente hasta que yo pude, por fin, pronunciarme:

       -- No es el momento.

En efecto, sabía que me esperaban muchos otros viajes de trabajo. Además, a Martha le acababan de asignar un proyecto muy interesante como productora de televisión. Mi respuesta había sido más que razonable pero cometí el error de mirarle a los ojos. No puedo ocultar lo que pienso: mis ojos siempre me delatan.

       -- Tengo treinta y nueve años --Replicó ella-- ¿Cuando crees que será el momento?

Lo extraño es que nunca habíamos abordado el tema. De hecho, yo estaba convencido de que a Martha no le interesaba tener hijos. A mi tampoco, esa es la verdad.

       -- Bueno, mi amor --Resolví--, supongo que habrá que tenerlo; lo tendremos ¿no?

Ella se echó a reír, no sé si por efecto del vino o de mi respuesta. Lo cierto es que no paró de reír en varios minutos y lo otro cierto es que yo no supe qué hacer en todo ese tiempo. Finalmente me confesó, aún entre risas:

       -- No te preocupes, cielo, no estoy embarazada. Solo quería saber cual sería tu reacción... y ya la he sabido.

Ese fue nuestro aniversario. Y ese fue, también, el comienzo de la "cagástrofe". El resto del invierno estuvo repleto de viajes, cortos pero constantes. Llamadas telefónicas, muchas, pero no de pétalos de rosas sino de espinas crecientes y lacerantes. Llegó un momento en que dejamos de hablarnos; los pocos días que pasaba en casa transcurrían en absoluto silencio. Solo hablábamos cuando yo estaba de viaje y las llamadas se reducían a insultos de parte y parte.

A finales de la primavera la situación era ya insostenible. Decidí pedir vacaciones para ese verano con el fin de darnos una tregua y tratar de resolver el asunto, pero ya era tarde. Recuerdo que llegué al aeropuerto en horas de la mañana pero no había sol; hacía frió y lloviznaba: un día espantoso. Cuando llegué a la casa, Martha se había marchado.

Regresó tres días después, borracha como una cuba. Me dijo que había tenido mucho trabajo y dormido en el canal todas esas noches. Por primera vez, no le creí... curioso, porque fue aquella la última vez que nos vimos. ¿Cuánto tiempo hace?

El suficiente para curarme, o al menos eso creía antes de que estos recuerdos me llegaran de golpe entre el último timbrazo y el momento en que abrí la puerta del baño ya con los pantalones puestos y el culo enrojecido por el papel supuestamente higiénico.

Horas más tarde mi avión despegaba y yo con él. Me pareció simbólico estar volando por los cielos, navegando sobre aquel colchón de nubes que casi podía tocar. Martha no volvió a llamarme, ni en aquella ocasión ni en ninguna otra. No volvió a llamar a nadie, ni nadie a ella; no volvió a ser la mujer fascinante que conocí y a quien amé con plenitud y belleza. Y a pesar de que la muerte es algo cotidiano, nunca he podido perdonarme por ello.


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