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Y encima del sofá... un televisor

¿Realmente merece el televisor ese papel protagónico que solemos darle?


¿Un flat panel sobre mi buró?

¿Y por qué no... "debajo" del buró?


La era de los botones

A menos que tenga usted más de cien años, amigo lector, ambos —usted y yo— somos parte de una misma época: la "era de los botones"...




Armando Acosta  (12-23-2009)

A menos que tenga usted más de cien años, amigo lector, ambos —usted y yo— somos parte de una misma época: la "era de los botones". Esto quedó perfectamente ilustrado para mi el día que mi pequeño sobrino Steve, no pudiendo hacer sonar una campana a golpes de sus manitas, resolvió presionar un tornillo encontrado en dicho instrumento, confundiéndolo con un "botón". No consiguió su objetivo, obviamente, pero quedó claro para mi que los botones forman parte de su cultura... así como de la nuestra.

No siempre han sido iguales. En tiempos de Flash Gordon (1930s en tiras cómicas, 1950s en televisión) los aparatos se operaban mediante palancas principalmente, aunque también presentaban botones rotatorios y pulsatorios, siempre de gran tamaño y en escaso número. Ya en la cúspide de la era informática (1970s) los botones habían llegado a ser lo que son todavía: cuadrados, pequeños, suaves, iluminados algunos y de uso diario entre la gente común como usted y yo.

Pero todos estos controles de que he venido hablando hasta este momento son del tipo "tangible", es decir, objetos materiales, reales, se les puede tocar y sentir su resistencia a la presión de nuestros dedos. Esta modalidad —lamento decirlo— está tendiendo a desaparecer en el siglo XXI.

Recordará usted —a menos que tenga usted doce años— aquellos cajeros automáticos con pantalla de rayos catódicos a cuyos lados (izquierdo y derecho respectivamente) habían botones propiamente dichos (tangibles). La función de cada uno, sin embargo, no estaba inscripta en la carcaza sino indicada (cerca de él) en la pantalla de rayos catódicos, la misma donde aparecía el resto de la información. A esto se le llama técnicamente "soft button" (botón suave, aunque una mejor traducción sería quizás: botón programable); su ventaja consiste en que un mismo botón puede utilizarse para diferentes funciones dependiendo del contexto.

Este tipo de controles era muy común en equipos industriales por aquellos tiempos. Yo los comparo con los anfibios: así como —según los evolucionistas— aquellos animalitos representaron el primer paso de las especies en la conquista de la tierra firme, así los "soft buttons" representaron, en su momento, un primer paso hacia los "controles intangibles".

Ya habrá adivinado el lector que me refiero a esos dispositivos dotados de pantallas táctiles como los iPhones. Pero no solo a ellos; también a los controles remotos de los televisores, a las interfaces gráficas de las computadoras (esa cultura del "mouse") y a todo intento por comandar las máquinas con la mente más que con los dedos. La interfase hombre-máquina está siendo, a fin de cuentas, cada vez más "soft", cada vez menos "algo". La meta última pareciera estar en el uso de telepatía u otro medio de comunicación directa, cerebro a "cerebro", con una máquina cada vez más inteligente.

No me sorprende, pero tampoco concuerda con mis preferencias; y estas, a su vez, parten de la certeza de que las máquinas son mucho menos inteligentes de lo que aparentan ser.

Las máquinas de hoy nos juegan el "Juego de Imitación" de Alan Turing (1950). Les hacemos preguntas y creemos en la racionalidad de sus respuestas. Y aún peor: nos preguntan, y les respondemos observando para con ellas un respeto intelectual completamente inmerecido.

Mi apego personal a los paneles y los botones tangibles no es pues retrógrado sino coherente con el estadío actual de nuestras máquinas. Esas interfaces "avanzadas" que nos inundan hoy son ficticias e ilusorias, una fantasía más del llamado "desarrollo", otro aullido de nuestra sociedad decadente tan necesitada de artificios dada la escasez de un sustento conceptual contundente y auténtico.

La era de los botones es, pues, la era de nuestro divorcio con la realidad: el principal síntoma, quizás, de nuestra decadencia como civilización.


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