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Ideas


Y encima del sofá... un televisor

¿Realmente merece el televisor ese papel protagónico que solemos darle?


¿Un flat panel sobre mi buró?

¿Y por qué no... "debajo" del buró?


Carlas Martel

En mi escuela había una hembra de esas que no puede uno dejar de mirar, admirar, desear y convertir en protagonista de sueños líbidos ¡todos los días!




Armando Acosta  (04-21-2010)

En mi escuela había una hembra de esas que no puede uno dejar de mirar, admirar, desear y convertir en protagonista de sueños líbidos ¡todos los días! Y digo "hembra" porque el verla caminar por el patio de la escuela, con sus libros acunados cual bebé en brazos, su melena cuidadosamente descuidada en perfecta armonía con ese aire suyo tan apaciblemente sexy, no inspiraba un gozo de tipo intelectual sino —todo lo contrario— el más primitivo y perverso instinto del macho.

Carla, se llamaba; algunos la apodaban Carlas Martel, y era de esos (no extraños) casos en que una muchacha con tales cualidades no es afortunada en amores. Yo creo que los varones le temíamos. No era fácil (para mi, al menos) visualizarse junto a un monstruo de aquel calibre. No obstante —y lo cuento para salvar mi honor de machito— la invité a salir una vez, me dio una excusa y hasta allí llegó mi plan de conquista.

Por supuesto, los había más audaces y persistentes, y no faltaron quienes consiguieron llevársela a la cama, o al menos alardearon de ello fuese cierto o no. Mas lo que es un "novio", ese caballero que acompaña a la hembra en actividades no sexuales y lo hace a lo largo de semanas, meses e incluso años, no se le conoció jamás durante todo el curso escolar.

Esto llegó a intrigarme. Comencé a poner en dudas los alardes de los "dandis". Me pareció más bien que Carla no estaba interesada en relación alguna: le bastaba con ser deseada. O tal vez tuviese un novio secreto fuera de la escuela... o fuera del país. Tal vez un viejo decrépito, o un presidiario, o un enfermo mental, alguien de quien sintiese vergüenza (el amor es así) ¡O tal vez era lesbiana!

La respuesta comenzó a perfilarse un día en que coincidí en la biblioteca con Pedro, uno de los tipos más mujeriegos del aula, quien, curiosamente, nunca había alardeado respecto a Carla. Yo no tenía mucha confianza con él pero ese día me decidí a abordarlo y lo hice a boca de jarro:

— Oye, Pedro, dime un cosa: ¿Tú has estado con Carla?

Pedro cerró el libro que había estado leyendo hasta entonces, me miró como si la pregunta le hubiese parecido de mal gusto y finalmente respondió:

— Te podría contar con los dedos de esta mano las veces que he estado con Carla. —Y siguió leyendo, dando por terminada la charla.

"Cuales dedos serán", dije para mis adentros, "si tiene uno vendado".

A Pedro no volví a verlo y de Carla me olvidé completamente una vez que me gradué y la vida me condujo a otras dimensiones de la existencia. Pero no quiero desviaros de esta historia, así que iré al grano. En efecto, muchos años después me reencontré con Carla y pude descifrar el gran misterio de sus relaciones amorosas.

Fue en una discoteca: luces, tragos, fiesta y gozadera, el lugar perfecto para "ligar". Había bebido suficiente alcohol y mi habitual timidez se estaba quedando dormida cuando la divisé en la pista de baile, danzando con un mulato.

Fue una gran sorpresa, por supuesto, muy afortunada de hecho. Habrían pasado unos ¿qué? ¿veinte años? y sin embargo Carla estaba igual de radiante, apacible y sexy. Me dije que una oportunidad así no se presenta todos los días, así que me encaminé a la pista con paso firme, aparté al mulato con una seña y saludé a Carla con una mirada taladrante; su mirada-respuesta (más taladrante aún) no pude interpretarla sino como de aceptación rotunda.

El tiempo giró como en los sueños, sin mucho sentido de la realidad; por momentos fui sujeto y objeto a la vez: podía observarme a mi mismo bailando con la chica más apetecible de la escuela, tocando aquella carne prohibida, sintiendo su temperatura en ascenso febril, besando aquellos labios carnosos que por palabras exhalaban gemidos.

Cuando desperté de mi subrealidad, estaba en una habitación medio iluminada donde había una cama y sobre ella estaba Carla cubierta a medias por una sábana azul. Yo estaba tan borracho que apenas podía recordar lo pasado y mucho menos preocuparme por el futuro; Carla me miraba plácidamente... como se mira a un helecho.

Navegué entonces sobre las sábanas, rumbo a ella, la abracé con fervor y comencé a besarla en el cuello no sin haber apartado antes el rubio cabello que se intermonía entre mis labios y esa piel rosada salpicada de pecas; pero ella frustró mi maniobra deteniéndome con sus manos, muy suavemente.

— ¿Qué pasa, mi amor? —le pregunté.

— Es que no estoy excitada.

Antes de que la habitación diera otra vuelta (producto del alcohol), Carla alcanzó a explicarme:

— ¿Sabes lo que me excita muchísimo?

— ¡Dime! ¡Dime!

- Que te des un martillazo en un dedo... ¡eso me pone a mil!

Qué extraña es la sexualidad... pero —borrachera aparte— estaba decidido a cargarme a Carla de todas, todas. A falta de martillo, agarré un pisapapeles que había sobre la mesita de noche y martillé con todas mis fuerzas sobre el dedo pulgar de mi mano izquierda.

— ¡Ay! —grité.

— ¡Ay! —exclamó ella— ¡así, papi, más... más!

Créalo o no, amigo lector, me sorprendí con el pisapapeles en el aire dispuesto a asestar el segundo golpe. Carla estaba sentada en la cama, senos descubiertos, piel enrojecida, ojos a medio cerrar, boca jadeante, manos en el pubis. Resolví que había visto ya lo suficiente y es esa la última imagen que conservo, en mi recuerdo, de Carlas Martel.

Me gustaría tropezarme con Pedro en estos días, pero le he perdido el rastro. Seguramente mi dedo vendado le haría sospechar. Yo le diría (sin que me preguntara): ¿Sabes, Pedro? los dedos de esa mano con que cuentas, te los puedes meter donde no les de el sol ¡Mal amigo!


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