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Y encima del sofá... un televisor

¿Realmente merece el televisor ese papel protagónico que solemos darle?


¿Un flat panel sobre mi buró?

¿Y por qué no... "debajo" del buró?


40 mil leguas de viajes de un marino

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El Tiburón

   Yo tengo un hermano que es Capitán de la flota pesquera, nunca llegué a comprender su vocación por la pesca, debe haber sido la misma que la mía por los barcos mercantes, pero con la diferencia de que la calidad del personal entre ambas, era muy distante. Los barcos pesqueros estuvieron muchos años tripulados por delincuentes, eran terribles esas tripulaciones, robaban a diestra y siniestra, cometían todo tipo de delitos, tanto en los barcos como en los puertos donde se encontraran. Una vez llegaron a formar una ganga que fue bautizada con el nombre de “Los Corleones”, aquella pandilla hizo temblar a más de un español por los puertos donde ellos pasaban, llegaron a ser tan temibles, que se hizo necesario emplear a agentes de la seguridad cubana para regresarlos a Cuba. En estos tiempos el gobierno se hacía el de la vista gorda, porque de no pescar los delincuentes, nadie lo haría, ellos generalmente navegaban por poco tiempo, después regresaban a su vida delictiva. Para pescar en esos tiempos, solo lo hacían ellos y algunos que estaban medio locos, una persona normal no lo haría en estas especies de prisiones flotantes. Generalmente las campañas de pesca eran de seis meses, en aguas del Pacífico, Sur África, Terranova y todo el Atlántico sur, eran seis meses continuos en el mar sin llegar a tierra, pasando generalmente hambre y rodeados de un ambiente hostil y agresivo, que produjeron sus bien contadas víctimas. Su avituallamiento se hacía por medio de transbordadores, así como la correspondencia y los relevos de tripulantes. Eran mal abastecidos y como regla general, los relevos nunca llegaban completos, motivo por el cual, muchos de ellos tenían que verse obligados a doblar la campaña, porque no tenían la posibilidad de regresar.

   Aunque la bebida estaba prohibida en los buques, cada quién se las arreglaba para llevar sus botellitas de ron, que luego compartían con sus amigos en los días de descanso. Cuenta mi hermano, que un día, un reducido grupo de amigos se reunió para beberse unas botellas y cuando el primero de ellos cayó borracho. Entre los restantes tomaron sus ropas, todas, incluyendo las del camarote y la fueron amarrando en apretados nudos, desde calcetines hasta las sábanas. Cuando el hombre despertó de su embriaguez, tuvo que gastar varias horas desenredando toda aquella maraña de trapos, pero no por ello se enojó y continuó como si nada hubiera sucedido. Pasó el tiempo, y en otra de las reuniones para beber de nuevo, al ver que el hombre no se había alterado para nada, le confesaron quién fue el de la maravillosa idea de amarrarle toda la ropa. Aún sabiéndolo, el tipo seguía compartiendo con ellos con toda naturalidad, pero ese día, quién cayó borracho fue el autor intelectual de los mencionados nudos. Lo llevaron para su camarote y lo acomodaron tranquilamente en su cama, después que cada cual se retiró a descansar la borrachera, el hombre al que le habían amarrado la ropa bajó hasta la nevera del barco, y sobre sus hombros cargó un enorme y pesado tiburón. Lo puso en el piso mientras acomodaba a su amigo boca arriba y con los brazos abiertos, cuando todo estuvo listo, acostó al bello animal entre los brazos de éste, como si fuera su pareja y terminó su obra, pasándole el brazo de este sobre la presa, quedando finalmente colocado, como si abrazara a su amada. Con toda la ecuanimidad del mundo se retiró a su camarote y no olvidó ponerle el seguro a la puerta. Esa madrugada, toda la tripulación fue despertada por los desesperados gritos de aquel marino solicitando auxilio, el hombre de los nudos no salió para nada, se rió y continuó su sueño mientras pensaba, “Donde hay desquite, no hay agravios”.

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